miércoles, 25 de diciembre de 2013

VIVIENDO DESDE EL CORAZON- CONCIENCIA AMOR Y ENERGIA



VIVIENDO DESDE EL CORAZON – CONCIENCIA AMOR Y ENERGIA

EL DIARIO DE JHASUA PARTE 1


EL DIARIO DE JHASUA PARTE 1

“Vosotros me hablaréis en el silencio del Pensamiento y yo os contestaré.
Tal lo hicieron siempre nuestros maestros los Profetas, que debido a su gran unión con la Divinidad se convertían en mensajeros de Ella para con los hombres. Y de allí ha surgido la equivocada idea de que el Señor tiene hijos privilegiados a los cuales manifiesta su voluntad con luces especiales.
En realidad lo que hay, es que unos hijos piensan en unirse al Padre Celestial por la oración, y otros no lo piensan jamás.
Los que se acercan a Él con el corazón limpio de toda maldad, son iluminados y de su perseverancia en este acercamiento, vienen necesariamente las elevadas percepciones del alma que sumergida en Dios por la oración, adquiere gran lucidez en todo y para todo.
Cuando Jhasua entró en sus 19 años, algo muy interno, cambió en él.
Pienso que para conocer a fondo su gran personalidad, es necesario estudiarlo, al par que en su vida externa, también en su mundo interno. Y para esto nos servirá de espejo que lo refleja muy claramente, un diario que al entrar en sus 19 años, sintió la necesidad de llevar minuciosamente.
La separación de Nebai, la dulce y discreta confidente dé sus primeros años de joven, lo dejó como sumergido en una gran soledad de espíritu. Jhosuelín y el tío Jaime se hallaban en Nazareth ayudando a Joseph al frente de su taller de carpintería, que cada vez se engrandecía y complicaba por el aumento de obras y de operarios.
Sus maestros Esenios, buscaban también de dejarle más tiempo con­sigo mismo, para que su espíritu pesara bien las responsabilidades que tenía sobre sí, y más que nada para que entregado más de lleno a sus propios pensamientos, se orientase hacia su verdadero camino.
—Jhasua —le dijeron un día—. Te hemos enseñado cuanto sabemos en la ciencia dé Dios y de las almas. Creemos llegado el momento de que por ti mismo pongas en práctica cuanto has aprendido, y que seas juez de ti mismo en lo que concierne a tus facultades superiores y a todos los actos de tu vida.
— ¿Entonces me abandonáis? —les preguntó alarmado.
—No hijo mío —le contestó Tholemi, que era el de más edad de los diez instructores—. Nos tienes a tu disposición ahora y mañana, y siempre. Pero así como la madre, cuando es hora de que su niño sepa andar solo, no le lleva en brazos, sino que le deja en tierra y, le impulsa a andar, así hacemos tus maestros contigo, hijo mío, que has llegado antes que otros, no sólo a andar en tierra sino a volar como esas águilas que en los días de hermoso sol se remontan hasta perderse en el inmenso azul.

Ahora ya eres libre de estudiar lo que quieras, de hacer concentraciones, transportes, desdoblamientos de tu Yo íntimo, irradiaciones de fuerza magnética a distancia, o en presencia, sobre los seres, o los elementos según tu criterio lo vea razonable y justo. Eso sí, en cualquier duda o tropiezo, ya sabes lo que hacemos todos: en la concentración mental de la noche y todos en conjunto hacemos una hora de consulta y comentarios. Hazte de cuenta que eres uno de nosotros, el más joven en edad física, es verdad, pero el más anciano como espíritu.
—Con esto me queréis decir —dijo Jhasua— que ya me consideráis un hombre que en las cosas del alma debe gobernarse solo.
— ¿Solo has dicho? No hijo mío —respondió el Servidor—. Un Esenio nunca está solo puesto que camina guiado por la Ley. En su vivo resplandor están todos nuestros grandes Maestros: Isaías, Elías, Elíseo, Ezequiel,
Jeremías, Miqueas Daniel y tantos otros que tú conoces y has leído como yo Y como nuestra Ley nos enseña la forma de evocarles y recibir sus mensajes cuando es necesario, el Esenio debe tener el convencimiento de que jamás está solo.
De esta conversación tenida con sus Maestros, surgió en Jhasua la idea de llevar un diario en su carpetita de bolsillo. Para sentirse menos solo, allí escribiría día por día sus impresiones, sus luchas, sus ansiedades y anhelos más íntimos.
Su diario comenzaba así:
“¡Señor Dios de los grandes y de los pequeños! Los hombres me dejan solo porque juzgan que soy ya un árbol fuerte que puedo afrontar sin apoyo ni postes, las sacudidas del vendaval”.
“Para Ti Señor soy siempre el niño que comienza a andar”.
“¡Padre mío que estás en los cielos y en cuanto vibra en tu creación universal… que estás dentro de mí mismo!. ¡Tú no me dejes en soledad como las criaturas me dejan, porque Tú sabes lo que ellas olvidan: que mi corazón de hombre es de carne, y necesita el calor de los afectos de familia, la ternura de la amistad, la dulzura inefable de los amores puros y santos!
“¡Tú sabes Padre mío cómo soy, cómo estoy formado con esencia tuya, con fibras tuyas, con átomos tuyos!… ¡Y mi alma, burbuja de tu eterna luz, encerrada está en una materia densa que camina por la tierra donde hay zarzales que se prenden al vestido, y lodo que mancha los pies!…
“¡Padre mío eterno! ¡Amor mío infinito! ¡Luz mía inextinguible! ¡Verdad mía Suprema!… Llena Tú mis vacíos insondables y que desborden tus manantiales en mí en forma que lo tenga todo sin tener nada! ¡Que tu plenitud soberana baste para todas mis ansiedades!
Otro día escribía:
“Hoy comencé mis ejercicios de telepatía con José de Arimathea. Al transmitirle mi pensamiento poniéndome en contacto con él, he sentido una vibración de dolor, casi de angustia. Me pareció que debía tener uno de sus familiares enfermo de gravedad. Luego me convencí que era así en realidad.
“Me concentré hondamente y después de un gran esfuerzo, pude transportarme espiritualmente a su lado. Le encontré solo al lado del lecho de su única hijita, mujer atacada de fiebre infecciosa. Cuando yo irradiaba sobre ella fuerza magnética, él pensó en mí con tanta intensidad que mi alma se conmovió profundamente. Creo que la niña está salvada de la muerte.
“¡Padre mío que estás en tus cielos y dentro de mí! Te doy gracias porque no me dejaste solo! Tú estabas en mí cuando yo decía a la niña: “quiero que seas sana: levántate”.
“Sentado al borde de la fuente donde tantas veces hablé y escuché a Nebai, le he transmitido mi pensamiento a Ribla.
“He sentido una honda vibración de tristeza y soledad.
“En la glorieta de las glicinas la he visto con su madre que tocaba el laúd.
“He comprendido que aún no me ve, pero que ha sentido la vibración de mi presencia espiritual, porque vi correr dos lágrimas por su rostro que ocultó entre sus manos y apoyó la cabeza en el hombro de su madre.
“Le di tanto amor, consuelo y esperanza, que se animó rápidamente y buscando su carpeta escribió estas palabras:
“Hoy he sentido a Jhasua como si me hablara diciéndome que me acompaña a distancia, y que en la primera caravana me enviará una epístola.
“¡Oh Jhasua!… qué bueno es tu pensamiento que así ahuyenta del alma la tristeza y desaliento”.
“Pronto podré comprobar si esto es realidad. La caravana pasa por Ribla mañana domingo. A mitad de semana estará frente al camino del Santuario. ¿Vendrá epístola de Nebai que me hablará de esto? Esperemos.
“¡Gracias Padre mío Eterno, por el don divino del pensamiento hecho a vuestras criaturas!
“¡Son las alas para volar que les habéis dado, y que ellas no quieren o no saben usar!
Dos días después Jhasua escribía en su carpeta:
“Ha llegado a mí como un grito de angustia, el pensamiento de Nicolás de Damasco. Una concentración mental profunda me ha dado la clave de este asunto. Aunque quise transportarme espiritualmente a su residencia de Jerusalén, me vi impedido de entrar.
“Siendo en su casa las asambleas de la Escuela Secreta, presiento que ha sido descubierto por un discípulo traidor, y los esbirros del Pontífice han invadido el recinto y aprisionado a algunos.
“Se empeñan en hablar de la aparición del Mesías en esta tierra y el Sanhedrín que vive temeroso de que la luz rompa las tinieblas que ocultan su vida delictuosa, la emprendan a sangre y fuego contra los que pueden servir de instrumento de la verdad.
“Me inquieta sobremanera el impedimento de penetrar espiritualmente en la residencia de Nicolás. Una fuerte intuición me dice que hay allí seres contrarios que forman una espesa barrera de odios que no puedo romper, sin exponerme a un trastorno nervioso o mental que a nada conduciría.
“¡Padre mío justo y bueno!… Fortalece a tus elegidos para que ensanchen como el mar su corazón, y perdonen a los perjuros, a los traidores, a los ingratos, que habiéndolo recibido todo de tus santos, les traicionan, les olvidan, les arrastran por el polvo para engrandecerse y gozar junto al dolor y el llanto de quienes les dieron vida, luz, ternura y calor!
Al siguiente día continuaba de este modo:
“Mi bueno y querido Nicodemus me ha visitado en mi concentración espiritual de esta noche.
“De su mensaje mental extraigo este resumen: “Nuestra Escuela de Jerusalén ha sido descubierta, porque un joven Levita ha caído víctima de la sugestión que ejerce el deseo de grandeza en ciertos seres.
“El Consejo de Vigilancia del Sanhedrín, ha ofrecido grandes prebendas en el Templo a todo Levita que dé aviso de sitios de reuniones cabalistas, donde se hable de revisión de los Libros de Moisés, o de la aparición del Mesías Libertador de Israel.
“Nicolás como dueño de casa ha sido llamado a responder al alto Tribunal.
“Esperan que saldrá bien en sus respuestas y que habrá benevolencia con él, porque forma parte de ese tribunal, el tío de Gamaliel y un amigo de José de Arimathea.
“— ¡Qué oscuro enigma es el alma del hombre!… pienso mientras voy anotando los mensajes mentales de los que me son queridos y me aman.
“—Todo Israel, desde el solio pontificio hasta el más infeliz leñador, vibra en un anhelo conjunto por el Mesías Libertador, promesa de siglos hecha a los hebreos por sus guías y protectores.
“Y los poderosos magnates sienten una inquieta alarma cuando en medio del pueblo se forman agrupaciones preparatorias para la llegada del Mesías. ¿Por qué?… ¿qué temen?
“Todo el bien que él traiga como Hijo de Dios, como Enviado Divino, será común para todos. Será como la llegada del hijo del Rey, que le envía a su pueblo para aliviar sus fatigas y cansancios, y brindarle con el festín eterno del amor. ¿Cabe aquí el temor, la alarma, la inquietud?
“Deshojando como flores mentales estas reflexiones, voy caminando hacia atrás en el panorama de mis recuerdos, como si desandará un camino que hice a mis 12 años. Vi a Jerusalén. Vi el templo desde los pórticos hasta lo más apartado de los fosos, hasta la puertecilla de escape, y el portalón de los carros y de las bestias.
“El Templo de Jehová era un mercado y un degolladero. La sangre de las bestias inmoladas corría por un acueducto de mármol labrado en el pavimento, desde el altar de los sacrificios hasta el pozo blanco de donde la extraían con cántaros para condimentar manjares que deleitan en los festines de los magnates.
“En los patios interiores, cuadras, caballerizas y hasta entre los árboles, los traficantes y mercaderes, con ropas ensangrentadas y manos inmundas, se arrebatan las carnes aún calientes, la grasa, las vísceras humeantes, y entregan bolsas de plata y oro a los agentes sacerdotales encargados de tan lucrativo comercio.
“¿No será esta abominación inmunda, esta sacrílega profanación de la Casa de Dios, lo que engendra inquietud á los príncipes del clero, cuando el pensamiento del Mesías cruza como un meteoro por el horizonte nebuloso de su raciocinio?
“¿No vendrá el Mesías con los poderes de Moisés, y azotará de múltiples maneras a los dirigentes de Israel, como al Faraón egipcio por la dureza de su corazón?
“¿No acabará con la inicua matanza de bestias como símbolo de una fe sangrienta, nutrida y alimentada con el horrendo suplicio de inocentes animales?
“Me parece que todos estos interrogantes golpean en las mentes sacerdotales y pontificiales, y de ahí la inquietud y alarma cuando se comenta que el Mesías ha llegado para poner todo en su debido lugar”.
Más adelante estaba escrito en’ la carpeta de Jhasua:
“Hoy llegaron al Santuario los Terapeutas que peregrinaban por el Sur. Vienen desde el Santuario del Monte Quarantana, trayendo un cargamento de epístolas que me dedican los amigos de aquellas regiones. ¡Tan amorosas, tan tiernas, tan llenas de nobleza, que he dejado caer mi llanto sobre ellas!
“Jacobo y Bartolomé, los muchachos de la cabaña de Andrés, porteros del Santuario, la madre Bethsabé enamorada de sus nietecillos para, quienes me pide muchos besos por el aire; mis tíos Elcana y Sara de Bethlehen donde nací, mis primeros amigos de recién nacido, Alfeo, Josías y Eleazar que me relatan las mil encrucijadas de sus vidas laboriosas y justas, la tía Lía de Jerusalén temerosa por sus hijas casadas con José de Arimathea y Nicodemus, pertenecientes a la Escuela Secreta de la Cabala, recientemente descubierta por el Sanhedrín.
“¡Oh Padre mío que estás en tus cielos infinitos, y que ves la zozobra de tus hijos indefensos, y débiles ante la prepotencia de los poderosos!
“¿Necesitas acaso de que yo te lo pida para remediarles? Tú lo sabes, lo ves y lo sientes todo, porque todos somos como las hebras del cabello de tu cabellera de luz que todo lo penetra y lo envuelve!
“Todos ellos viven en tu amor, Padre mío eterno, y Tú vives en ellos porque son tuyos como lo soy yo para toda la eternidad!
Y el alma pura y luminosa de Jhasua, seguía vaciándose como un vaso de agua clara sobre las páginas de su carpeta de bolsillo.
La mayor parte de los trabajos que se hacían en los Santuarios Esenios, consistían en aumentar las copias de toda escritura antigua para que pudiesen ser conocidas por todos los afiliados a la Fraternidad Esenia.
También labores manuales, como muebles y utensilios necesarios; el cultivo del huerto que les proporcionaba gran parte de su alimentación.
Los Ancianos sabían muy bien por avisos espirituales, que la vida de Jhasua sería breve sobre la tierra, le era necesario aprovechar bien su tiempo en ampliar más sus conocimientos superiores para que cuando llegase la hora de presentarse a la humanidad como su Instructor, no le quedase nada sin saber. Y así, sin darle explicaciones lo destinaron con preferencia a las copias, pues que al hacerlo, iba bebiendo gota a gota la Divina Sabiduría que subió a tan extraordinarias alturas en lejanas épocas, en que otras Escuelas y Fraternidades habían cooperado con el Espíritu-Luz, a la marcha evolutiva de la humanidad.
Sin descuidar esta tarea, el joven Maestro encontró siempre tiempo para sus ejercicios espirituales, en los cuales demostró una perseverancia invencible, hacer tres concentraciones mentales diarias: A la salida del sol, al ocaso y a la segunda hora de la noche, que es la que en nuestros horarios equivale a las diez de la noche.
Eran éstas sus citas espirituales de amor, de tierna amistad, de hermandad ideológica, que servían de estímulo al amante corazón del Cristo encarnado.
Habiendo venido a la tierra para amar hasta morir, sentía más hondamente que nadie, la necesidad de amar y ser amado con esa noble lealtad de las almas justas, para quienes es un delito grave la traición a la amistad, al amor, a la unión de almas destinadas a caminar juntas en la vida a través de la eternidad.
Continuemos, amigo lector, leyendo en el corazón puro del Hombre-Luz, reflejado en las breves escrituras de su carpetita de bolsillo.
Sentado al borde dé la fuente en la cabaña de piedra, poco antes bulliciosa y alegre con las risas de Nebai, Jhasua escuchaba embelesado el arrullo de las palomas, sus aleteos bañándose en la fuente, y el gorjeo de los mirlos azules, que se sentían dueños del huerto solitario.
Su mirada se posó en algo que el vientecillo de la tarde agitaba entre un jazminero cercano, y vio pendiente de él una cestilla de juncos de donde caía el delantal azul de Nebai, olvidado sin duda por ella misma en sus correrías por el huerto, cuando jugaba a la escondida con su gacela favorita.
El alma delicada y sensitiva de Jhasua a los 19 años de vida física, encontró como un poema mudo en aquellos objetos olvidados allí por su dueña, que hacía dos semanas se encontraba ya en Ribla.
En su imaginación ardiente y genial, se dibujó la imagen de la niña con su delantal azul y su cestilla al brazo recogiendo jazmines y rosas para el altar hogareño, donde según el uso esenio, se guardaba el libro de la Ley y los libros de los Profetas.
Su espíritu se sumergió profundamente en sí mismo, con esa facilidad maravillosa que tienen los contemplativos por naturaleza y por hábito de hacerlo.
Y pasada una hora, volvió a la realidad de ese momento y vació en su Diario su sentir más íntimo y más tierno:
“Nebai —escribía emocionado— tu cestilla de recoger flores y tu delantal azul, han sido los hilos mágicos que esta tarde me han llevado hacia ti. Y te he visto, dulce niña de mi adolescencia, no ya corriendo como entonces detrás de tu gacela, sino tal como estás ahora, grave, meditativa, cantando versos de Hornero acompañada por tu laúd.
“Cantabas el salmo en que el poeta se queja, de que ninguna alma humana comprende el gemido de su corazón en la soledad del destierro. ¡Oh Nebai!… ¡he comprendido que tu alma lloraba en ese salmo como el poeta inmortal, de cuyo corazón estás bebiendo tú, con avidez sedienta!
“Y al acercarme en espíritu a ti te he oído decir: “¡Jhasua!… me siento en un destierro porque he comprendido que para mí, la patria eres tú, el amigo verdadero eres tú… el aire benéfico y el astro protector eres tú! ¡La belleza de la fuente de las palomas, de los jazmineros en flor, de todo aquel huerto que me parecía encantado, eras tú Jhasua que lo llenabas todo con ese algo de cielo que tú tienes, y que no se encuentra en ninguna parte sino en ti!
“Hice un esfuerzo mental, y me sentí ayudado con fuerzas astrales y magnéticas, y mi visión ante Nebai adquirió alguna densidad. Comprendí que llegó a verme por un momento, porque soltó el laúd y abrió los brazos como para abrazarse de algo que veía. La misma vibración fuerte de sus emociones diluyó la visión, y ella comprendió que mi promesa empezaba a cumplirse porque la oí decir:
“— ¡Gracias Jhasua por tu primera visita! ¡Perdóname si había llegado a dudar de ti por la tristeza de la larga espera! Creía que la pobre Nebai ausente, había sido olvidada. Tú no olvidas Jhasua como los demás seres, porque eres diferente de los demás.
“Nebai sólo tiene 15 años, demasiado pocos para pensar tan profundamente. Ya es capaz de analizar la diferencia que hay de unos seres a otros. En 15 años no ha podido conocer otras amistades. ¿Cómo sabe que soy yo diferente de los demás seres? He ahí una prueba de que el alma viene desde muy lejos y lleva andadas miles de jornadas en el eterno viaje. ¡Oh Nebai!… pequeña Nebai, Nubia de los Kobdas, Esther dominadora de Asuero, Judit vencedora de Holofernes… ¿qué serás en este y en los siglos futuros?,…
“¡Dios te bendiga mujer sublime, alma de luz y de fuego que en esta hora te has cruzado en mi camino como una alondra blanca, para cantarme la estrofa inmortal del amor, que vibra en los planos sutiles y puros donde es eterno, inextinguible, sin sombras, semejante a Dios del cual emana!
“¡Gracias criatura de Dios, por el don divino de tu amor que me das como se da una flor, un vaso de agua, una redoma de esencias!… ¡Gracias, Nebai!”.
Una noche, durante una concentración mental en medio de los Ancianos Maestros, y cuando irradiaba su pensamiento sobre todos los que su corazón amaba como un incendio de luz desplegado en la inmen­sidad, sintió la tristeza íntima de su madre que en ese momento pensaba en él.
Prestó atención, la evocó, la llamó con su alma vibrando de emoción y de amor, y percibió que ella creyéndolo presente a su lado, se incorporaba prontamente en su lecho diciéndole: ¡Jhasua, hijo mío! ¿Cómo vienes a esta hora?
¡Tan intenso había sido el llamado, que la ansiosa madre lo confundió con la voz física de su hijo… el amado hijo que siempre estaba en su mente como una estrella silenciosa que le alumbraba!…
Cuando ella se convenció que era un ensueño de su amor según ella creía, rompió a llorar silenciosamente para no ser sentida de los familiares que dormían en alcobas inmediatas.
Pero cada sollozo de la madre vibraba en el alma del hijo, como la elegía triste de un laúd que lloraba en las tinieblas.
Jhasua se concentró más hondamente aún, mientras oraba al Autor Supremo de toda luz.
“¡Padre mío!.. . ¡haz que yo vea! Se transportó a su hogar y vio.
Más sigamos lector, hojeando su carpetita donde él escribía esa misma noche ya vuelto a su alcoba solitaria:
“En la concentración de esta noche he visitado a mi madre, cuya tristeza recogí al irradiar mi pensamiento sobre todos los que ama mi corazón. Debido a esto, pasó la hora de concentración sin darme tiempo a irradiar el pensamiento sobre todos los seres de la tierra según lo ordena la Ley!
‘¡Padre mío que eres Amor Eterno, inconmensurable!… ¡Perdón por mi debilidad y pequeñez! Aun soy egoísta Padre mío, y mi corazón de carne lleno con el amor de los míos… mi madre, me hizo olvidar de las demás criaturas… todas tuyas… nacidas de Ti mismo, como mi cuerpo nació de mi madre!
Tranquilizada su conciencia por esta confidencia a !a Divinidad, Jhasua escribía nuevamente:
“Hay honda tristeza en mi hogar. He visto a mi padre enfermo. Debe haber tenido algún grave disgusto y su corazón se afecta profundamente. Jhosuelín no consigue, con todos sus esfuerzos vigorizar su organismo que responde a su ley, que le marca poca vida física en esta hora de su camino eterno.
“Ana, mi hermana, entristecida también porque Marcos, perteneciente a la Escuela Secreta ha sido detenido, contribuye aún más a formar el pesado ambiente de angustia que encuentro en mi hogar.
“Al amanecer me pondré en camino hacia Nazareth.
“Ahorraré el viaje que los Terapeutas pensaban hacer pasado mañana. Lo que ellos debían hacer, lo haré yo.
“¡Gracias Padre mío por los dones divinos de que habéis llenado el alma humana!
“Tus poderes, tus magnificencias, tu fuerza de amor, todo nos lo habéis dado sin mezquinarnos nada…
“Y la infeliz criatura humana pegada como un molusco al pantano, olvida su noble condición de hija de Dios, para continuar indefinidamente su vida letárgica de gusano!…”
Tal como lo vemos escrito en su Diario, así lo hizo. Y dos horas después de salir el sol, Jhasua abrazaba a sus padres que tuvieron la más hermosa sorpresa. Era la primera vez que llegaba sin aviso previo.
—Orando al Señor por vosotros —les decía— os vi tristes por muchas razones y he venido a consolaros.
Ninguna de las cosas que os afligen son irremediables.
— ¿Cómo lo sabes tú, hijo mío? —le preguntaba su padre.
—La oración, padre mío, es la comunicación íntima de nuestra alma con Dios. Y como Él lo sabe, lo ve y lo siente todo, el alma que se une a Dios en la oración puede saber, sentir y ver mucho de lo que El ve, sabe y siente.
“En mi oración de anoche comprendí vuestra tristeza y aquí estoy. Salí al amanecer, me vine por el caminito de los Terapeutas que aunque es más áspero, es más corto que el de las caravanas. Con 19 años, bien puedo saltar por entre los peñascos.
Para aquellos felices padres, ningún galardón podía igualar al amor de tal hijo. Había saltado riscos y piedras entre arroyuelos que cortaban el paso, en la semi oscuridad del amanecer, para llegarse hasta su tristeza como un rayo de sol en la tiniebla de un calabozo.
Joseph olvidaba su afección del corazón, Myriam no lloraba más, Jhosuelín sentía nuevas energías en su organismo agotado. Ana veía ya libre a Marcos, y el tío Jaime previsor en todo, traía un gran fardo de harina, miel y manteca del mercado porque adivinaba que en tal día, debía haber grandes actividades en la cocina de Myriam.
Una luna permaneció Jhasua en el hogar llenándolo todo de paz y de amor.
Al explicarles detalladamente cómo en la oración había percibido sus angustias, surgió en todos ellos el deseo de cultivarse más esmeradamente en la transmisión y percepción del pensamiento, ese mensajero divino dado por Dios a toda criatura humana.
Y en el gran cenáculo que sólo se usaba cuando había numerosos huéspedes, formaron un compartimiento dividido por espesas cortinas de tejidos de Damasco, que era lo más suntuoso que podía permitirse un artesano de posición media.
Aquel sería el recinto de oración donde los familiares se reunirían a las mismas horas en que Jhasua hacía las concentraciones diarias, con el fin de que sus almas se encontrasen unidas en el seno de Dios en los momentos de elevación espiritual.
—Si así nos encontramos tres veces cada día ¿a qué queda reducida la ausencia? —decía él.
“Vosotros me hablaréis en el silencio del Pensamiento y yo os contestaré.
Tal lo hicieron siempre nuestros maestros los Profetas, que debido a su gran unión con la Divinidad se convertían en mensajeros de Ella para con los hombres. Y de allí ha surgido la equivocada idea de que el Señor tiene hijos privilegiados a los cuales manifiesta su voluntad con luces especiales.
En realidad lo que hay, es que unos hijos piensan en unirse al Padre Celestial por la oración, y otros no lo piensan jamás.
Los que se acercan a Él con el corazón limpio de toda maldad, son iluminados y de su perseverancia en este acercamiento, vienen necesariamente las elevadas percepciones del alma que sumergida en Dios por la oración, adquiere gran lucidez en todo y para todo.
Durante los últimos días de su visita al hogar, Jhasua hizo sus concentraciones espirituales juntamente con sus familiares, a los cuales recomendó el colocarse siempre en el mismo lugar en torno a la pequeña mesa, sobre la cual colocó él mismo la Ley y los libros de los Profetas.
Idéntico trabajo realizó en las casas familiares de Simón y de Zebedeo, sus amigos del lago, de donde debían salir un día dos de sus discípulos íntimos: Pedro y Juan. Y les dijo: “Como lo hice yo con vosotros, hacedlo con vuestros amigos íntimos y así me ayudaréis a extender sobre la tierra el velo blanco del amor y de la paz”.
“¿No decís que soy un Profeta? Cooperad conmigo en acercar a Dios esta humanidad, es la misión de los Profetas.
A la madrugada del trigésimo día emprendió el regreso al Santuario acompañado del tío Jaime, hasta mitad del camino.
Escuchemos su conversación.
—Jhasua —le dijo su tío— debes saber que tu padre quiso que fuera yo el administrador de tus bienes, y como ya estás en los 19 años creo que debo darte razón de ellos.
— ¿Bienes?… ¿pero, tengo yo bienes, tío Jaime? —preguntó extrañado.
— ¡Cómo! ¿No lo sabes? Son los aportes acumulados desde tu nacimiento, de aquellos tres hombres justos y sabios venidos del oriente, traídos a este país por el aviso de los astros.
“Gaspar, Melchor y Baltasar no han fallado ni un solo año de enviar el oro que prometieron para cooperar a tu educación y bienestar de tu familia.
“Tu padre, delicado en extremo, sólo se permitió tomar una pequeña suma cuando tenías creo 17 meses. Dejó el taller a mi cuidado para huir contigo y Myriam al Hermon, a ocultarte de la persecución de Rabsaces, el mago de Herodes.
—Si de esto me hubieses hablado, tío Jaime, antes de salir, yo habría convencido a mi padre de que esos bienes son suyos y puede disponer de ellos como le plazca.
—Los hijos de Joseph —añadió Jaime— ignoran por completo estos aportes de los astrólogos orientales. No quiere Joseph que lo sepa, a excepción de Ana y Jhosuelín, que son alma y corazón contigo.
—Bien, tío Jaime, ya que mi padre te nombró administrador de ese oro donado a mí, te diré mi voluntad acerca de él.
“He visto que el taller necesita reparaciones indispensables para preservar de las lluvias y del sol las maderas para las obras. Esos cobertizos de caña y junco están cayéndose. También el muro que rodea el huerto está ruinoso. ¡Es lástima dejar que se destruya todo mientras el oro está en la bolsa!
“¿Para qué sirve el oro si no ha de emplearse en tener un poco más de comodidad y de bienestar?
—Y tú, Jhasua, ¿nada quieres para ti? ¿No necesitas nada? —le preguntó Jaime.
— ¿Qué quieres que necesite en el Santuario? Mi vestuario, me lo dan mis padres, y el alimento, lo da el Padre Celestial. ¿Qué más necesito?
“Mira tú, que en los refugios que tienen los Terapeutas no sufran hambre y desnudez los refugiados. El Padre Celestial no te perdonará, tío Jaime, si teniendo ese oro en la bolsa, sufren hambre algunas criaturas suyas.
“Igualmente, no permitas que mi padre sufra inquietudes en el pago de sus deudas con los proveedores y con los jornaleros. La prolongación de su vida depende de su mayor tranquilidad.
“Entre tú y Jhosuelín, bien pueden arreglarse para descargarle de todo peso.
—Oh Jhasua! ¡No conoces a tu padre! Es tan escrupuloso en cuestión de pagos que quiere saberlo todo.
—Bien, que sepa que yo te autorizo para cubrir cualquier déficit que pueda traerle a él inquietudes.
“Tú habrás de acompañarme, tío Jaime, a visitar un día a esos tres hombres de Dios que velan por mi bien desde que nací —añadió Jhasua después de unos momentos de silencio.
_ ¿Cuándo será ese viaje? Recuerda que hay uno en proyecto para cuando tengas 21 años.
_ Sí, el de Egipto, a reunimos con Filón en Alejandría.
“Entonces podré visitar a Melchor en Arabia. Tiene su Escuela cercana al Sinaí.
“A Baltasar en Susan, le visitaremos el año próximo; es el más anciano y temo que la muerte me gane la delantera. Quizá a Gaspar le visitaré entonces también.
“A los tres les enviaré epístolas en este sentido.
“Hasta ahora fueron los Ancianos del Tabor quienes les enviaban noticias mías por ser yo un parvulito. Pero ahora que soy ya hombre, debo hacerlo por mí mismo.
Luego de encontrarse Jhasua en el Santuario, confió a los Ancianos en la reunión de la noche sus deseos de visitar a los sabios astrólogos de Oriente, que desde su nacimiento se habían preocupado de su bienestar material.
Hijo mío —le dijo el Servidor—; según convenio hecho con ellos, tus padres y nosotros, de estos asuntos debíamos enterarte a los 20 años que aún no tienes. Pero, puesto que lo has sabido antes, hablemos de ello, ya que sólo faltan meses para entrar en la edad fijada.
“No creas que hayas quedado mal ante ellos por tu silencio, que ellos mismos lo han querido.
“Ahora quieres visitarles porque tu delicadeza, sabiéndote favorecido por ellos, te apremia en tal sentido, y esto era lo que ellos quisieron evitar, a fin de que nada perturbase la quietud de tu espíritu durante el crecimiento de la infancia y el desarrollo de la adolescencia.
“Como superiores maestros de almas, los sabios orientales dan valor que tienen las inquietudes prematuras en los cuerpos que están en formación y crecimiento, y tratan de evitar la repercusión en el espíritu.
“Y para que tu espíritu llegase a la plenitud a que está llamado a llegar, trataron ellos de evitarte angustias y terrores, comunes en los hogares azotados por todo género de contingencias.
“En nuestras crónicas que ahora ya puedes conocer, encontrarás con detalles la correspondencia que la Fraternidad Esenia ha tenido con los tres sabios astrólogos que te visitaron en la cuna.
“Los mensajes llegaban por las caravanas al Santuario del Monte Hermón en el Líbano, con los envíos anuales de treinta monedas de oro, diez por cada uno de tus tres protectores.
“Es una pobre casita del suburbio de Ribla, hospedaje habitual de nuestros Terapeutas peregrinos, eran recibidos, los mensajes y el donativo, que venía a nosotros y pasaba a tus padres llevado siempre por nuestros Terapeutas.
— ¿Por qué no me dijisteis de esa casita refugio en Ribla, para visitarla como se visita un templo? —preguntó Jhasua.
—Por las razones antedichas hijo mío. El silencio, cuando se promete guardarlo, es sagrado para todo esenio. Se esperaba que entrases en la madurez de tu juventud, a la cual has llegado con toda la plenitud de tu espíritu que hemos procurado para ti entre todos.
“Jhasua—… Eres el Enviado del Altísimo para remedio dé la humanidad en esta hora de su evolución, y todo cuanto hiciéramos por tu personalidad espiritual, nunca sería demasiado.
“En la primera vez que vayas a Ribla, podrás visitar el Refugio.
“El don de tus protectores está como ya lo sabes en manos de tus padres. Pero los mensajes de orden espiritual y las epístolas cruzadas entre los astrólogos orientales y nosotros, están en nuestras crónicas, y son copias de los originales que se encuentran en el Gran Santuario de Moab, según manda nuestra ley.
“El hermano cronista, queda autorizado para enseñarte todo cuanto hemos recibido referente a ti, de tus sabios protectores y amigos.
— ¡Gracias Servidor! —exclamó el joven Maestro—. Veo que soy deudor de todos y por todo, y que no me bastará una vida para pagaros a todos.
—No te preocupes, ya está todo pagado con tenerte entre nosotros y haber sido designados por la Eterna Ley para formar tu nido espiritual en esta hora de tu carrera mesiánica.
Jhasua, en una explosión de amor de las que solo él era capaz, se arrodilló sobre el pavimento en plena reunión y levantando al cielo sus ojos y sus brazos exclamó:
—Padre mío que eres amor eterno!… Seas tú, dueño de cuanto existe, el que pague por mí a todos cuantos me han hecho bien en la Tierra.
El Servidor lo levantó de su postración y le abrazó tiernamente.
—Este abrazo y este momento —le dijo— se ha anticipado en nueve lunas que faltan para entrar a tus 20 años. El Dios del Amor lo quiso así.
Los otros Ancianos le abrazaron igualmente, diciéndole todos, frases llenas de ternura y de esperanza para que le sirvieran de aliento y estímulo, al entrar en la segunda etapa de su misión como Instructor y Enviado Divino:
Uno de ellos, originario de Pasagardo en Persia, que por mayor conocimiento de aquella lengua era el que había sostenido la correspondencia con el sabio astrólogo Baltasar, dijo a Jhasua:
—En una de sus epístolas decía, que un momento de grandes dolores que hubo en su vida por la ignorancia humana, tuvo la debilidad de pedir la muerte por falta de valor para continuar la vida en la posición espiritual en que estaba. Y tú Jhasua en el sueño le visitaste cuando tenías trece años de vida física. Aún perduraba en ti la impresión sufrida en tu visita al Templo de Jerusalén y para consolar a Baltasar de las miserias humanas que le atormentaban, le referiste tu dolor por igual causa a tan corta edad.
“El pidió aquí la comprobación de que tú le habías visitado durante tu sueño. Por el Terapeuta que te visitaba cada luna, sabíamos bien tus impresiones en el Templo de Jerusalén.
“Te refiero esto para que sepas hasta qué punto estás ligado espiritualmente con ese noble y sabio protector tuyo, Baltasar.
“Tu visita a él sería oportuna en Babilonia donde pasa los meses de verano.
El Servidor anunció que era llegada la hora de la concentración mental y un silencio profundo se hizo de inmediato.
Velada la luz del recinto, en la suave penumbra violeta, impregnada de esencias que se quemaban en los pebeteros, con las melodías de un laúd vibrando delicadamente, las almas contemplativas de los solitarios con facilidad se desprendían de la tierra para buscar en planos superiores, la luz, la sabiduría y el amor.
Por la hipnosis de uno de los maestros, fue anunciado que algunas inteligencias encarnadas iban a manifestarse mientras su cuerpo físico descansaba en el sueño.
Este aviso indicaba que debían extremarse las medidas para una mayor quietud y serenidad de mente, a fin de no causar daño alguno a los durmientes cuyo espíritu desprendido momentáneamente de la materia, llegaría hasta el recinto.
El hilo mágico de la telepatía tan cultivada por los maestros espirituales de todos los tiempos, había captado la vibración del pensamiento de Jhasua hacia sus tres protectores y amigos a larga distancia, y después de un suave silencio en la sombra, la hipnosis se produjo en el maestro Asan, persa, luego en Bad Aba el cronista, después en el más joven de los Terapeutas peregrinos, que estaba en un descanso de sus continuados viajes. Se llamaba Somed y era de origen árabe.
Las Inteligencias superiores, guías de la última encarnación Mesiánica de Jhasua, habían sin duda recogido los hilos invisibles de los pensamientos, los habían unido como cables de oro en la inmensidad infinita, y la unión de las almas se efectuaba natural y suavemente bajo la mirada eterna de la Suprema Inteligencia, que hizo a la criatura humana los dones divinos del pensamiento y del amor.
Los tres sabios astrólogos que hacía 19 años se unieron sin buscarse en el plano físico para visitar el Verbo recién encarnado, acababan de unirse en el espacio infinito para acudir al llamado de su amorosa gratitud, inquieta ya por desbordarse en ternura hacia aquellos que a larga distancia tanto le habían amado.
El mago divino del Amor es siempre invencible cuando busca el amor.
Y en la penumbra violeta de aquel santuario de rocas, se oyeron estos tres nombres pronunciados por los tres sujetos en hipnosis:
“Baltasar. Gaspar. Melchor.
Tu amor Jhasua nos trae enlazados, con hilos de seda —dijo Baltasar que habló el primero. —Bendigo al Altísimo que me ha permitido verte entrar en la segunda etapa de esta jornada tuya para la salvación espiritual de esta humanidad. No veré tu apostolado de Mesías desde este plano físico, sino desde el mundo espiritual al que tornarás triunfador a entrar en la apoteosis de una gloria conquistada con heroicos sacrificios de muchos siglos.
“Tu amor lleno de gratitud hacia tus amigos de la cuna, proyecta, ya lo veo, una visita personal, y aunque ella no entraba en nuestro pro­grama, si la Ley lo permite, bendita sea.
“En el abrazo supremo de dos soles radiantes en el infinito, llegaste a la vida Luz de Dios, que en ti desbordó su amor eterno para lavar la lepra de esta humanidad.
—”Gaspar de Shrinagar se acerca a ti en espíritu en el segundo portal de tu vida física; has terminado tu educación espiritual aún antes de que tu Yo se haya despertado a la conciencia de tu misión. La luz que traes encendida en ti, te deslumbra a ti mismo, y se diría que la velas para no cegar con sus vivos resplandores. Pero la hora llega ineludiblemente de la suprema clarividencia de tu Yo Superior. Para entonces estaremos contigo como en tu cuna, pero acaso desde el espacio infinito, a donde entrarás en gloriosa apoteosis, mientras tus magos del oriente desintegrarán en átomos imperceptibles, la materia que te sirvió para tu última jornada en la Tierra.
“La Eterna Ley que nos mandó cooperar con ella desde tu nacimiento, nos manda también destejer como un velo sutil tu envoltura de carne, y que sus átomos envuelvan el planeta que fue el ara santa de tus holocaustos de Redentor. ¡Paz de Dios, Avatar divino en tu segunda etapa de vida terrestre!
Melchor, el humilde Melchor, el príncipe moreno que vivía llorando aquel pecado de su juventud, no osó hablar de pie, sino que arrodillado el sensitivo en el centro de la reunión, dirigió al Verbo encarnado estas breves palabras:
“—La suprema dicha de mi espíritu me la dio la Eterna Ley al permitirme, Hijo de Dios, besarte en la cuna, ampararte en tu vida, y acompañarte en tu salida triunfal del plano terrestre.
“Esta gloria, esa felicidad suprema basta a mi espíritu para su eternidad de paz, de luz y de vida.
“¡Hijo de Dios!… ¡bendice a tu siervo que no pide otra gloria, ni otra compensación que la de tu amor inmortal!
Jhasua no pudo contenerse más y llorando silenciosamente se acercó al sensitivo que tendía sus brazos hacia él con viva ansiedad y poniéndole sus manos sobre la cabeza le bendijo en nombre de Dios.
Entre los brazos de Jhasua, el alma de Melchor se desprendió de la materia que por la hipnosis había ocupado breves momentos.
Los tres sensitivos volvieron al mismo tiempo a su estado normal, y Jhasua se encontró de pie, solo al centro de la reunión. Con su cabeza inclinada sobre el pecho, parecía como agobiado por un gran peso que fuera superior a sus fuerzas.
Sus maestros lo comprendieron de inmediato.
El Servidor se levantó y fue el primero hacia él.
La luz se va haciendo en tu camino y te embarga el asombro que casi llega al espanto —le dijo a media voz.
Le tomó la diestra y le sentó a su lado.
Ante las palabras del Servidor, todos prestaron su fuerza mental para que aquel estado vibratorio demasiado intenso se tranquilizara poco a poco.
Aquella poderosa corriente durmió a Jhasua durante todo el tiempo de la concentración mental.
Cuando se despertó estaba tranquilo y pudo desarrollar lúcidamente el tema de la disertación espiritual acostumbrada, y que esa noche le correspondía por turno. El asunto se hubiera dicho que fue elegido ex profeso, y había sido sacada por suerte la cedulilla que decía:
“La zarza ardiendo que vio Moisés”. Y al escuchar su comentario de ese pasaje, todos comprendieron que Jhasua acababa de ver también en su camino como una llamarada viva, la encrucijada primera que decidiría su senda final.
Aunque en el fondo de su espíritu había gran serenidad, no pudo dormir esa noche y muy de madrugada salió de su alcoba al vallecito sobre el cual se abrían las grutas.
Caminando sin rumbo fijo por entre el laberinto de montañas y bosquecillos, se encontró sin pensar, en la pobre cabaña de Tobías donde sus cuatro moradores estaban ya dedicados a sus faenas de cada día.
Los dos muchachos Aarón y Seth curados que fueron de su parálisis en las extremidades inferiores, ordeñaban activamente las cabras, mientras el padre, Tobías, las iba haciendo salir de los establos y encaminándolas a los sitios de pastoreo.
Beila, la buena madre, rejuvenecida por la alegría de sus dos hijos fuertes y sanos, adornada de su blanco delantal, soberana en la cocina, sacaba del rescoldo los panes dorados con que la familia tomaría el desayuno.
Estos hermosos cuadros hogareños llevaron una nueva alegría de vivir al meditabundo Jhasua.
Tobías le acercaba el cabritillo más pequeño que llevaba en brazos. Aarón le ofrecía un canterillo de leche espumosa y calentita, y Beila salía de la cocina llevando en su delantal panecillos calientes para el niño santo como ella le llamaba.
Aquel amor tierno y sencillo como una égloga pastoril, llenó de emoción el alma sensible de Jhasua que les sonreía a todos con miradas de indefinible sentimiento de gratitud.
Y en el dulce amor de los humildes, se esfumó suavemente la penosa preocupación que los acontecimientos de la noche anterior le habían producido.
En aquella cocina de piedra rústica, alrededor de la hoguera en la que ardían gruesos troncos de leña, Jhasua se sintió de nuevo adolescente, casi niño, y compartió el desayuno familiar con gran alegría.
La familia no cabía en sí de gozo con la inesperada sorpresa, pues hacia ya tiempo que Jhasua no les visitaba.
Los amigos de Jerusalén, las copias, el archivo, el viaje a Nazareth, le habían ocupado todo su tiempo.
—Sólo os veíamos de lejos —decíale Tobías— y con eso nos bastaba.
El escultor antes de marcharse a Ribla nos dijo que estabais muy ocupados con gentes venidas de Jerusalén —añadió Seth.
Sí, es verdad —respondió Jhasua— pero hay otro motivo y me culpo de ello grandemente. Como ya os sabía tranquilos y dichosos, juzgué sin duda que no precisabais de mi, y quizá por eso se me pasó más tiempo sin venir.
— ¿Quién no precisa de la luz del sol, niño de Dios? —dijo riendo Beila que se había sentado junto a Jhasua, para pelarle las castañas recién sacadas del fuego y ponerle manteca en las tostadas.
—En este caso, madre Beila, sois vosotros la luz del sol para mí les dijo Jhasua alegremente— y acaso con el interés de que me la deis, será que he venido.
— ¿Cómo es eso? ¿Qué luz hemos de daros nosotros, humildes campesinos, perdidos entre estas montañas? —preguntó Tobías.
— ¡Sí Tobías, sí! No creáis que el mucho saber trae mucha paz al espíritu. Las profundidades de la Ciencia de Dios, tiene secretos que a veces causan al alma miedo y espanto, como en las profundidades del mar se encuentran maravillas que aterran.
“Yo estaba anoche bajo una impresión semejante, y salí a la montaña pidiendo al Padre Celestial la quietud interior que me faltaba. Sin pensar llegué aquí, y en vosotros he encontrado la paz que había perdido. Ya veis pues, que soy vuestro deudor.
—Pero vos curasteis nuestro mal —díjole Aarón, y sanasteis nuestro rebaño y desde entonces, hace dos años, nuestro olivar y el viñero y todo nuestro huerto parece como una bendición de Dios.
—Hasta los castaños que estaban plagados —añadió Beila— se han mejorado y mirad que buenas castañas nos dan.
—En verdad —respondió Jhasua— que se comen maravillosamente. ¡Mirad cuántas ha pelado para mí la madre Beila!
—Todo bien nos vino a esta casa con vos niño santo —decía encantada la buena mujer— y aún nos decís que nos quedáis deudor.
—Yo sé lo que me digo madre Beila. Salí de mi alcoba entristecido y ahora me siento feliz.
“Vuestro amor me ha sabido tan bien como vuestra miel con castañas. Que Dios os bendiga Tobías
—Gracias, y a propósito ¿sabes que tengo una idea?
—Vos lo diréis, vos mandáis en mi casa.
—En el Santuario nos hemos quedado sin porteros, y ya sabéis que tal puesto es de una extrema delicadeza. El viejo Simón fue llevado al lago donde tiene toda su familia. Quiere morir entre ellos. Yo le visité hace tres días y allí quedaron dos de nuestros Ancianos asistiéndole.
“Creo que el Servidor estará contento de que ocupéis vosotros ese lugar. ¿No os agradaría?
—Y ¿cómo dejamos esto? —preguntó Tobías.
— ¿Y por qué lo habéis de dejar? El Santuario está tan cerca que sin dejar esto, podéis servirnos allá. Puedes acudir a la mañana y a la tarde unas horas. Los muchachos y la madre Beila creen que bastan para cuidar esto. ¿Qué decís vosotros?
—Que sí, que está todo bien lo que vos digáis —decía Beila—. No faltaba más que nos opusiéramos a vuestro deseo. Si los Ancianos lo quieren, no hay más que hablar. Al Santuario debemos cuanto tenemos.
—Está bien, mañana os traeré la resolución definitiva.
“Y será también el momento oportuno de que Aaron y Seth entren a la Fraternidad Esenia, ya que sus padres lo son desde hace años.
“La familia portera del Santuario debe estar unida espiritualmente con él. Conque amigos míos —les dijo Jhasua a los muchachos— si queréis ser mis hermanos, ya lo sabéis, yo mismo os entregaré el manto blanco del grado primero.
—Y ¿tendremos mucho que estudiar? —preguntó Seth que era un poco remolón para las letras.
—Un poquillo, y para que no te asustes seré yo tu primer maestro de Sagrada Escritura.
“Ya veis, algo bueno salió de esta mi visita a la madrugada. No todo había de ser comer miel con castañas y panecillos dorados. No sólo de pan vive el hombre.
Cuando Jhasua se despidió, un aura suave de alegría y de paz les inundaba a todos.
También el joven Maestro, había olvidado su penosas preocupaciones. Tobías y sus hijos le acompañaron hasta llegar al Santuario, mientras la buena Madre Beila repetía sentada en el umbral de su puerta:
— ¡Es un Profeta de Dios! Donde él entra, deja todo lleno de luz y de alegría! Que Jehová bendiga a la dichosa madre que trajo tal hijo a la vida!
Acaso pensará el lector que en la vida de un Mesías, Instructor de la humanidad de un planeta, es demasiado insignificante el sencillo episodio que acabo de relatar. Lo sería, si no estuviera él relacionado con acontecimientos que más adelante fueron piedras firmes en los cimientos del Cristianismo. La Eterna Ley se vale de seres humildes y pequeños, ignorados de la sociedad para levantar sus obras grandiosas de sabiduría y de amor.
La colocación como porteros del Santuario del Tabor de la familia de Tobías, trajo el acercamiento de un niño huérfano de madre, de 10 años de edad, hijo de padre griego, radicado en Sevthópolis de Samaría, cuyo nombre era Felipe. Su madre fue hermana de Beila esposa de Tobías la cual tomó al niño a su cuidado, y los maestros del Tabor cultivaron su espíritu. Como era muy turbulento y travieso, divertía grandemente a Jhasua, que acaso no pensó que aquel parvulito de diez años, sería un ferviente predicador de su doctrina años después, con el nombre muy conocido del Diácono Felipe, fundador de la primera Congregación Cristiana de Samaría.
Volvamos nuevamente a la intimidad de Jhasua, santuario secreto v divino al cual entramos en silencio y mediante su Diario que es el espejo en que se reflejaba.
Los nueve meses que faltaban para llegar a los veinte años, los pasó dialogando consigo mismo en la profundidad de su espíritu que buscaba su ley con una ansia indescriptible.
Durante ese tiempo, vivió tan intensamente su vida interna, que asombra ver el alto grado a que llegaron sus facultades espirituales.
Los Ancianos afirmaban que desde los tiempos de Moisés no se había visto nada semejante, ni aún en las Escuelas más consagradas a las experiencias supranormales.
Durante este tiempo ocurrió también un hecho que vamos a conocer a través del Diario de Jhasua.
“En mis tres concentraciones espirituales de este día —escribe en su carpeta— he sentido, visto y oído algo muy singular. Desde el fondo de unas grutas muy semejantes a éstas, me llamaban por mi nombre, añadiendo los calificativos mesiánicos que algunos gozan en darme.
“Es un llamado espiritual sin voces y sin sonidos que sólo el alma percibe en los silencios hondos de la meditación.
“Los que llaman son encarnados y las grutas que habitan están en Samaría, entre las escarpadas montañas que quedan a la vista de la ciudad de Sevthópolis, punto de conjunción de todas las caravanas.
“Esas voces clamorosas y dolientes me piden que les consiga el perdón de la Fraternidad Esenia. Somos Esenios —me dicen— del tercero y cuarto grado. La soberbia hizo presa en nosotros que quisimos erigir aquí un templo como el de Jerusalén con su deslumbrante pontificado. Como eso era salimos de nuestra ley, la protección divina se alejó de nosotros y en vez de un templo, nuestro Santuario se convirtió en madriguera de forajidos que nos amarraron con cadenas reduciéndonos a las más tristes condiciones. No quedamos ya sino tres de los veinticinco que éramos. Casi todos han perecido de hambre y de frío, y otros han huido.
¡Mesías, Salvador de Israel ten piedad de nosotros!
“Jamás oí decir —continuaba escribiendo Jhasua —que en Samaría hubiera un santuario Esenio entre las montañas al igual que los demás.
“Oí hablar y conozco el del Monte Hermón, donde estuve oculto en mi niñez; el del Carmelo donde me curé de mis alucinaciones de niño; el del Monte Quarantana, donde recibí la visita de los Ancianos del gran Santuario del Monte Moab, y éste del Tabor en que he recibido mi educación espiritual de joven.
“¿Qué santuario es éste desde el cual piden socorro? Los Ancianos nunca me lo dijeron para no descubrir, sin duda, el pecado de sus hermanos rebeldes a la ley.
“No me agrada penetrar así como a traición el secreto que ellos han guardado referente a esto, mas ¿cómo he de comprobar si esto es una realidad, o un lazo engañoso que me tienden las inteligencias malignas para desviarme de mi camino?
“Forzoso me es preguntarles confiándoles lo que me ocurre.
“Mi espíritu está condolido profundamente de estos llamados angustiosos.
“En mi última concentración esta misma noche, no he podido menos que prometerles mentalmente que trataré de remediarles”.
Y el Diario se cerró por esa noche.
A la mañana siguiente, después de la concentración mental matutina, Jhasua pidió al Servidor que le escuchase una confidencia íntima.
El Anciano le llevó a su alcoba, donde animado de la gran ternura que guardaba en su corazón para el joven Maestro, le invitó a hablar.
Jhasua le refirió cuanto le había ocurrido en sus concentraciones mentales del día anterior. Oigámosle:
—En cumplimiento de nuestra ley y de lo que vosotros me habéis enseñado, después de unirme con la Divinidad, extiendo mi pensamiento de amor hacia todos los que sufren, primero entre los conocidos y los lugares cercanos y luego hacia todo el planeta.
“Como algo, me ocupo de Felipe, el hijo adoptivo de Beila, el pensamiento se posó, en Sevthópolis donde vive su padre, que en el concepto de Tobías, nuestro actual portero, ha tomado un comercio muy delictuoso: la compra de esclavos.
“Del padre del niño me ocupaba en mi oración, cuando sentí angustiosos llamados de unos Esenios amarrados en unas grutas cercanas a esa ciudad.
“Tales voces me piden que les consiga el perdón de la Fraternidad Esenia porque reconocen haber pecado en contra de la ley.
“Tan insistentes llamados me causan una angustia indescriptible, que hasta me lleva a pensar si seré víctima de inteligencias perversas que quieren perturbar mis caminos espirituales.
—Hijo mío —le contestó el Anciano— puede haber una realidad en cuanto me dices.
“Jamás te hablamos de ese desdichado Santuario nuestro de Samaría, que se salió de su ley y pereció. Pero ya que el Señor ha permitido que por revelación espiritual lo sepas, no debo ocultártelo por más tiempo.
“Debe ser llegada la hora en que seas de verdad la luz de Dios sobre todas las tinieblas.
“Tinieblas del espíritu son las que envolvieron a esos hermanos nuestros, que cansados de la vida ignorada y sin aparato exterior, quisieron brillar en el mundo con los esplendores del Templo de Jerusalén.
“Las donaciones que los hermanos hacían para el sostenimiento de nuestro refugio de enfermos y de ancianos, las emplearon en adquirir maderas del Líbano y mármoles y plata para el templo que se proponían levantar en Sebaste, entre las hermosas construcciones hechas por Herodes el Grande, con los tesoros que fueron sudor y sangre del pueblo hebreo.
El Sanhedrín de Jerusalén que está alerta siempre, llegó a saberlo, y por medio de sus hábiles aduladores para con el Rey, los que dirigían los trabajos fueron detenidos, los materiales acaparados por orden del Rey, el Santuario invadido y robado, hasta que bandas de malhechores de los que tanto abundan en las montañas de Samaría, tomaron las inaccesibles grutas como antro de ocultamiento para sus crímenes.
“Creíamos que ningún esenio quedaba y que todos habían huido. Los que no estuvieron de acuerdo con la idea que los perdió, fueron cuatro y esos se retiraron al Santuario del Carmelo, donde tú les has conocido y donde aún permanecen.
“Nosotros les avisamos que se salían de su ley que mandaba para esta hora una obra puramente espiritual y de alivio a los que sufren.
“Nuestra misión era preparar los caminos al Enviado Divino desde nuestro retiro, pues que siendo ignorados del mundo, gozábamos de la santa libertad que nos era necesaria. En toda la Palestina y Siria están diseminados nuestros hermanos, y son pocos los hogares donde no haya un esenio con una lucecita inextinguible dando claridad sin que nadie se aperciba.
y ahora ¿qué hacemos? —Preguntó Jhasua—. ¿Cómo comprobar que tres seres están amarrados en las grutas y que piden perdón y socorro?
Hace tres días llegó uno de nuestros Terapeutas peregrinos que conoce mucho las montañas de Samaría., porque es natural de Sichen v que estuvo más de una vez en aquel santuario.
Llamado que fue el Terapeuta, dijo que en Sevthópolis había gran alboroto entre el pueblo, porque habían sido capturados los malhechores que habitaban en las montañas y que pronto serían ejecutados.
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Si aun hay Esenios en las grutas —añadió— deben ser los que oí decir que los bandidos tenían secuestrados para evitar que dieran aviso a la justicia. Por otros Esenios que huyeron antes y dieron aviso, es que la justicia empezó a buscarles y por fin los han encontrado.
— ¿Entonces las grutas estarán solas? —preguntó Jhasua.
Probablemente, con los tres amarrados en ellas según el aviso espiritual —contestó el Servidor.
—Si vosotros me lo permitís, yo desearía ir allá para salvar a esos infelices hermanos que tan terriblemente pagan su culpa —dijo Jhasua al Servidor.
—Tu anhelo es digno de ti, hijo mío —le contestó el Servidor, pero debemos usar de mucha cautela y prudencia.
“En la concentración mental de mediodía consultaremos el caso con nuestros hermanos. Y lo que entre todos resolvamos será lo que más conviene. Queda pues tranquilo, hijo mío, que hoy mismo tendrás la respuesta.
De todo esto resultó que Jhasua con Melkisedec, con el Terapeuta samaritano como guía, con los dos hermanos Aarón y Seth y el niño Felipe, se pusieron en camino cuando pasó la caravana que venía de Tolemaida.
Ambos hermanos y el niño iban con el objeto de convencer al padre de este, de abandonar su indigno comercio y entregarse a una vida tranquila y honrada. Beila padecía hondamente con el pensamiento de que el marido de su hermana y padre de Felipe, cayera un día como un vulgar malhechor en poder de la justicia, causando la deshonra de toda la familia. El comercio de esclavos llevaba a veces a inauditos abusos.
Al pasar la caravana por Nazareth y Naim donde se detuvo unas horas, Jhasua aprovechó para volver a ver a sus amigos de la infancia Matheo y Myrina, aquellos dos niños que tanto le amaron cuando él era un parvulito de 10 años y estaba curándose en el Santuario del Carmelo.
Fue también a su casa paterna, donde les encontró alrededor de la mesa junto al hogar para la comida del mediodía.
Myriam dejó apresuradamente la cazuela de barro con el humeante guiso de lentejas, cuando vio en el caminito del huerto la figura blanca dé Jhasua como un recorte de marfil entre el verde oscuro del follaje.
— ¡Otra sorpresa hijo!… ¿qué pasa? —le preguntó abrazándole tiernamente.
—Algo muy bueno, madre. Llegué con la caravana de paso para Sevthópolis. Ya te explicaré.
Ambos entraron en la casa donde todos los rostros parecieron iluminarse con esa íntima alegría del alma que nunca es ficticia, porque se desborda como un manantial incontenible.
— ¡Jhasua en nuestra comida de hoy!… —fue la exclamación de todos.
Sentado a la mesa entre Joseph y Myriam, hizo la bendición de práctica, que su padre le cedió como un gran honor hecho a su hijo, Profeta de Dios.
Les refirió lo que había ocurrido y que iba con dos Esenios más y los hijos de Tobías a restaurar el abandonado Santuario en las montañas de Samaría.
La dulce madre se llenó de espanto, pues sabían todos allí, que las grutas se habían convertido en guarida de malhechores.
— ¡No temáis nada madre! —decía Jhasua tranquilizándola.
Los bandidos fueron apresados todos, y allí sólo hay tres Esenios muriendo de hambre y miseria, amarrados en una gruta. Son ellos los que han pedido socorro.
“Salvarles y reconstruir un santuario de adoración al Señor y de trabajos mentales en ayuda de la humanidad, es una obra grandiosa ante Dios y merece cualquier sacrificio.
La conversación siguió con estos temas, y las preguntas de todos daban motivo al joven Maestro para que él mismo y sin pretenderlo, fuera delineando cada vez más grande y más hermosa su silueta moral y espiritual de apóstol infatigable de la fraternidad y el amor en medio de la humanidad.
Cuando terminó la comida, el tío Jaime hizo un aparte con Joseph.
—Acompañaré a tu hijo en este corto viaje —le dijo— porque temo sus entusiasmos juveniles y quiero cuidarle de cerca.
—Bien, Jaime, bien. No podías haber pensado nada mejor. ¡Cuánto te agradecemos tus solicitudes para con él —le contestó Joseph.
—A más —añadió Jaime— para cualquier eventualidad, si estás de acuerdo daré a Jhasua algo de sus dineros. El acaso lo necesita y lo merece. Aquel santuario habrá sido despojado de todo.
“¡Hace tantos años que fue asaltada por los bandidos!
—Habla esto con Jhasua y él lo resolverá —dijo el anciano al propio tiempo que Jhasua doblaba cuidadosamente una túnica v un manto nuevos que su hermana le había tejido. La madre le acomodaba en una cestilla cerrada, una porción de golosinas y frutas. ¡Dulce escena hogareña, repetida cien veces en todo hogar donde hay madres y hermanas conscientes de su misión suavizadora de todas las asperezas en la vida del hombre!
Toda la familia le acompañó hasta el camino donde se veía desde el huerto la caravana detenida. Al verles llegar, Felipe corrió hacia Jhasua diciéndole:
—Creí que no volvías más. ¡Qué susto pasé!
Jhasua acariciándole explicaba a sus familiares quién era este niño y por qué le llevaban.
—Esto te interesa a ti —le dijo Jhasua entregándole la cestilla.
“Entre los dos daremos buena cuenta de todo esto, Felipe, si te place.
El chiquillo que ya había husmeado el olor de pasteles y melocotones puso una cara de gloria que hizo reír a todos.
El tío Jaime se incorporó a la caravana que partió mientras la familia agitaba las manos y los pañuelos, despidiendo a Jhasua y los amigos que le acompañaban.
SEGUNDA PARTE
Vuelto nuevamente Jhasua al Santuario del Tabor, reanudó sus silenciosas tareas de orden espiritual intenso, algo interrumpidas por las actividades exteriores. Nos referimos en particular a sus ensayos de telepatía y a su Diario, pues que en la práctica misma del bien, no cesaba de extender sus admirables facultades, y sus poderes internos en armonía con las fuerzas y leyes naturales.
Sólo había faltado del Santuario treinta días escasos, y encontró a su regreso varias epístolas de diversas partes.
Desde Ribla le había escrito Nebai con importantes noticias.
Los hijos del sacerdote de Hornero se habían casado con doncellas sirias.
Los dos hermanos de Nebai que también estaban en vísperas de celebrar matrimonio, ponían un movimiento desusado en el gran castillo, antes tan silencioso y sereno.
Y Nebai con mucha gracia decía en su epístola:
“Me ha llegado el momento de poner en práctica aquellas enseñanzas tuyas Jhasua, llenas de sabiduría: Extraer del fondo de todas las cosas lo más hermoso que hay en ellas. Y en mi caso, lo más hermoso son las almas de las que van a ser mis cuñadas y que vendrán pronto a vivir al castillo, hasta ahora casi vacío, y donde se han arreglado dos nidillos independientes para estos pájaros bulliciosos.
“Los Terapeutas del Santuario del Hermón nos visitan con frecuencia y con ellos hablo de ti Jhasua, y ellos me alientan en esta vida mía tan diferentes de las demás mujeres de mi edad y condiciones.
“Ellos me dicen: Tú las harás a ellas a tu medida, y no que ellas te hagan a la suya.
“Y será así Jhasua, porque mis hermanos, sus novias y yo, hemos ingresado al grado primero de la Fraternidad Esenia y en su próximo viaje, los Terapeutas nos traerán el libro de la Ley con los Salmos y el manto blanco correspondiente al grado que comenzamos.
“Espero que también las nueras del anciano Menandro, inicien este camino.
“Quiero saber si es realidad o ilusión lo que me ocurrió hace cuatro días.
“Pensaba yo en la fuente de las palomas de la casita de piedra, al caer de la tarde, según lo convenido. Me imaginé que tú no estabas allí, porque mi pensamiento parecía perderse en el vacío sin que nadie lo acogiera. Pero pasado un buen rato sentí la vibración tuya Jhasua que desde otro lugar me decía: Nebai, no me busques en la fuente porque no estoy en el Tabor sino en las montañas de Samaría. Pronto volveré.
“¿Es cierto esto Jhasua? ¿Cómo es que no me lo anunciaste en tu última epístola?”.
Y continuaba así la epístola de Nebai descubriendo nítidamente las luces y sombras de aquella hermosa alma, que buscaba cumbres diáfanas con claridades de estrellas y ansias de inmensidad.
Al regresar de Samaría Jhasua y el maestro Melkisedec se detuvieron en Nazareth durante algunos días, para ayudar con fuerzas espirituales y magnéticas a Joseph y Jhosuelín. Ambos parecían revivir con la sola presencia de Jhasua.
La llegada del tío Jaime con su hijo, puso una nota más de íntima ternura en aquella familia, sobre la cual desbordaba la piedad y magnificencia divinas.
La fisonomía del anciano Joseph iba adquiriendo esa apacible serenidad que parece tener reflejos de la vida superior, a que pronto será llamado el espíritu triunfante en las luchas de la vida.
Joseph el justo, como le llamaban muchos porque veían en su vida un crisol de nobleza y equidad, estaba viviendo sus últimos años y como si una luz superior le iluminase, iba disponiéndolo todo, para que la familia que le rodeó en el ocaso de su vida, no se viera perturbada por aquella otra familia de su juventud.
—Todos son honrados y buenos —decía él muy juiciosamente—’ pero entre los buenos, el orden los ayuda a ser mejores y a comprender más claramente los derechos de los demás.
Jhasua dijo a sus padres:
—Voy al Santuario sólo por una luna y en seguida estoy nuevamente con vosotros por todo este invierno.
“Entre todos vosotros y yo tenemos que arreglar muchas asuntos.
Excusado es decir que la noticia causó a todos indecible alegría.
Su estadía en el Santuario la emplearía en descanso de su espíritu y para tomar nuevas energías.
Había gastado muchas en las obras espirituales y materiales realizadas en favor de sus semejantes.
El dominar las corrientes adversas que dificultan la vida del hombre en los mundos de expiación, requiere esfuerzos mentales demasiado intensos y esto lo saben y experimentan todas las almas que en una forma o en otra consagran su vida a cooperar en la evolución espiritual y moral de la humanidad.
Las epístolas de Nebai y de Hallevi (el que años más tarde tomó el nombre de Bernabé) eran su noticiario del norte, como las de José de Arimathea eran su noticiario del sur.
Junto con las de este último, los Terapeutas le traían los mensajes escritos o verbales de sus amigos del Monte Quarantana, los porteros del Santuario Bartolomé y Jacobo ya padres de familia, y en cuyas almas seguía vibrando como un arpa eterna el amor de Jhasua.
Un mensaje del menor Bartolomé, causó al joven Maestro una tiernísima emoción. Le anunciaba que el mayor de sus hijitos había cumplido cinco años, y pedía permiso a Jhasua para empezar a montarlo en aquel asnillo ceniza que le había regalado en su estadía en el Santuario siete años atrás.
Sus amigos de Bethlehem, aquellos que le vieron la noche misma de su nacimiento, Elcana y Sara, Josías, Alfeo y Eleazar, escribían juntos una conmovedora epístola que era una súplica brotada del fondo de sus corazones:
“Van a llegar las nieves —le decían-— y con ellas el día glorioso que hará veinte años brilló sobre Bethlehem como una aurora resplandeciente. Venid con Myriam y Joseph a pasarlo entre nosotros y haréis florecer una nueva juventud sobre estas vidas cansadas que ya se inclinan hacia la tierra”.
La suave ternura que saturaba la epístola vibró intensa en el alma del joven Maestro, que entornando los ojos dejó volar su pensamiento como una mariposa de luz, hacia aquellos que así llamaban por él.
Volvió a ver mentalmente a Sara en su incansable ir y venir de las amas de casa consagradas con amor a velar por el bienestar de toda la familia; a Elcana su esposo al frente de su taller de tejidos, siendo una discreta providencia sobre las familias de sus jornaleros; a Alfeo, Josías y Eleazar, con sus grandes majadas de ovejas y cabras, proveyendo a toda aquella comarca de los elementos indispensables para la vida como es el alimento y, el abrigo.
En muchas de aquellas casas betlehemitas se anudaba un vínculo de amor con el joven Mesías, al cual no veían desde sus 12 años cuando estuvo en el Templo de Jerusalén.
Y hasta en el oculto Refugio esenio de los estanques de Salomón, habitado por la mártir Mariana, llorando eternamente a sus hijitos asesinados por mandato de Herodes, el nombre de Jhasua era como una luz encendida en las tinieblas, como un rosal en un páramo desierto, como el raudal fresco de una fuente en los arenales calcinados por el sol
Todo esto vibró en el alma de Jhasua como el sonido de una campana lejana, y no pudiendo resistir a aquel llamado imperioso del amor, contestó con el primer Terapeuta que salió rumbo al sur, que pasaría en Bethlehem el día que cumplía sus 20 años de vida terrestre.
Había prometido a sus padres pasar ese invierno con ellos, y con ellos iría a Jerusalén donde la Escuela de sus amigos le reclamaba ardientemente, después de la dura borrasca que hubo de soportar. Allí estaba también Lía, la parienta viuda que al casarse sus tres hijas, llenó su soledad con las obras de misericordia que derramó a manos llenas sobre los desamparados y los enfermos.
“—Son las flores de mi huerto” —decía ella cuando en determinados días de la semana, su jardín se llenaba de madres con niños, y con ancianos cargados no sólo de años, sino más aún de pesadumbre y de miseria.
Lía, la viuda esenia, silenciosa y discreta, asociaba a sus obras a sus tres hijas casadas, Susana, Ana y Verónica que ya conoce el lector en los comienzos de esta obra. Ellas concurrían los días señalados para leer los libros de los Profetas a los protegidos de su madre, instruyéndolos por este medio en sus deberes para con Dios, con el prójimo y consigo mismos.
La obra silenciosa y oculta de los Esenios que quedó olvidada por los cronistas de aquel siglo de oro, fue en verdad la red prodigiosa en que quedaron prendidas para toda la eternidad, las almas que en numerosa legión se unieron al Hombre-Luz, ungido del Amor y de la Fe, que marcó el sendero imborrable de la fraternidad entre los hombres.
Toda esta inmensa labor silenciosa como una vid fantástica que extendía sus ramas cargadas de frutos por todas partes, esperaba a Jhasua en aquella Judea árida y mustia para los que bajaban de las fértiles montañas samaritanas y galileas, pero donde el amor silencioso de las familias esenias ponía la nota tierna y cálida de una piadosa fraternidad más hondamente sentida.
Vemos, pues, que desde las fértiles montañas del Líbano en la Siria, hasta los ardientes arenales de la Idumea en el sur, florecía en las almas la esperanza como un rosal mágico de ensueño.
El Ungido de Jehová andaba con sus. pies por aquellas tierras y los dolores humanos desaparecían a su contacto.
Los Terapeutas peregrinos que salían de sus Santuarios cargados de amor en el alma, iban llevando de aldea en aldea el hilo de oro que ataba los corazones unos con otros en torno al Hombre Ungido de Dios, cuya vida de niño y de joven les relataban en secreto y minuciosamente.
Bastó que Jhasua instalase un pequeño recinto de oración en la casa de sus padres en Nazareth, para que se hiciera lo mismo en todas las familias esenias que pudieron disponer un rinconcillo discreto con una mesa suntuosa o desnuda, donde los Salmos y los Profetas estaban presentes con su pensamiento escrito, y vivido cual si fuera el aliento mismo de la Divinidad.
Sobre aquella mesa, y grabada en una lámina de madera, de cobre o de mármol, aparecía invariablemente el mandato primero dé la Ley de Moisés: “Adorarás al Señor Dios tuyo con toda tu alma y amarás a tu prójimo como a tí mismo”.
Para los más pobres y que no disponían sino de una cocina con estrados para el descanso, la piedad esenia tenía el recurso de la oración en casa del vecino, que tenía abierto su recinto sagrado para aquellos hermanos de ideal que no podían tenerlo.
Tal fue la obra esenia de elevación de las almas a un nivel superior que las pusiera a tono con el Pensamiento Eterno que el Cristo traía a la Tierra.
Esta armónica corriente de amor y de fe, esparcida como un fuego purificador por toda la Palestina y países circunvecinos, fue la ola mágica en que Jhasua desenvolvió su vida oculta, que quedó como sepultada en el olvido a mitad del siglo pasado, a medida que iban desapareciendo del plano físico los testigos oculares, sus familiares y sus discípulos.
El recinto de oración en cada casa esenia, ha dado origen a la afirmación de algunos viajeros que han escrito sobre el particular, de que toda Palestina estaba llena de Sinagogas y que en las grandes ciudades se contaban hasta cuatrocientas o más.
El pensamiento sutil del lector que analiza y razona, parece estarnos preguntando: ¿Cómo, de esta ola de paz y amor fraterno, de esta intensidad de vida espiritual pudo surgir trece años después el horrendo suplicio con que se puso fin a la vida física del Cristo?
El pontificado y clero de Jerusalén vio llegado su fin ante el verbo de fuego del gran Maestro que volvía por los derechos del hombre, y vació el oro acumulado en el comercio del templo, en las bolsas vacías del populacho ignorante y hambriento mientras le decía: “Causante de nuestros males, es el vagabundo que predica el desprecio por los bienes de la tierra, porque con él ha llegado el reino de Dios que él anuncia”.
Calmada así brevemente la inquietud del lector, continúo la narración:
Diez y seis días antes del aniversario vigésimo de Jhasua, salió de Nazareth con sus padres en la caravana que venía de Tolemaida hacia el sur.
El camino se bifurcaba al llegar a la Llanura de Esdrelón, y el uno recorría el centro de la provincia de Samaria pasando por Sebaste y Sichen, mientras el otro tocaba Sevthópolis y seguía por la ribera del Jordán hasta Jericó, Jerusalén y Bethlehem.
A los viajeros que seguían el camino del Jordán, se unieron Joseph, Myriam y Jhasua, pues que en aquel camino se encontraban muchos amigos y familiares. En Sevthópolis que ya conoce el lector, se hallaba el Santuario esenio recientemente restaurado, donde los porteros de la amistad del tío Jaime, les brindarían un cómodo y tranquilo hospedaje.
En Archelais, segundo punto de parada de la caravana, vivía la familia de Devora, la primera esposa de Joseph, a la cual se había unido Matías, el segundo hijo de aquel primer matrimonio.
El justo Joseph había sido siempre el paño de lágrimas de sus suegros mientras vivieron, y aún lo era para dos hermanas viudas de su primera esposa, que vivían pobremente en aquella localidad. La familia había sido avisada y les esperarían seguramente.
Y finalmente en Jericó, tercer punto de parada, vivían familiares de Myriam, dos hermanos de Joaquín su padre, con sus hijos y sus nietos.
Todo esto fue tenido en cuenta por nuestros viajeros con el fin de estrechar vínculos con seres que aunque muy queridos se mantenían algo alejados por las escasas visitas que sólo se hacían de tiempo en tiempo.
Para Jhasua existían a más, otros poderosos motivos: las grutas refugios que en las montañas de las riberas del Jordán habían vuelto a ser habitadas, según noticias que le mandó Judas de Saba, cuyo ardoroso entusiasmo por las obras de misericordia le había convertido en providencia viviente para los desamparados de aquella comarca.
Nuestros tres personajes eran, entre la caravana, los viajeros ricos, pues llevaban tres asnos con cargamento, cuando todos los demás sólo tenían aquel en que iban montados.
Sólo el jefe de la caravana sabía que el cargamento de los tres asnos contratados por Joseph no llevaban oro ni plata, sino pan, frutas secas y ropas para los refugiados en las grutas del Jordán.
El amor de Jhasua para sus hermanos menesterosos había prendido un fuego santo en las almas de sus padres y familiares, hasta el punto de que no podían sustraerse a esa suave influencia de piedad y conmiseración.
En los tres puntos de parada de la caravana, dejó Jhasua el rastro luminoso de su paso.
En Sevthópolis, alrededor de las tiendas movibles que se instalaban cada día, se observaban a veces algunos infelices contrahechos, niños retardados, o con parte del cuerpo atacado de parálisis.
Descender de su borrico e ir derecho hacia ellos, fue cosa tan rápida, que ni aún tuvieron tiempo sus padres para preguntarle: ¿A dónde vas?
El dolorido grupo miró con asombro a este hermoso doncel de cabellos castaños y ojos claros, que les miraba con tanto amor.
—Vosotros estáis enfermos —les dijo—, porque no os acordáis que vuestro Padre, que está en los cielos, tiene el poder de curaros y quiere hacerlo. ¿Por qué no se lo pedís?
—El está muy lejos, y no oirá nuestros clamores —contestó un jovenzuelo que tenía todo un lado de su cuerpo rígido y seco como un haz de raíces.
—Os engañáis, amigo mío. El está en torno a vosotros, y no lo sentís porque no lo amáis lo bastante para verlo y sentirlo.
Una poderosa vibración de amor comenzó a flotar como una brisa primaveral, y Jhasua, mirando al asombrado grupo, comenzó a decir con una voz dulce y profunda:
“Amarás al Señor Dios tuyo con todas tus fuerzas, con toda tu alma, y a tu prójimo como a tí mismo”.
“Así manda la Ley del Dios-Amor que vosotros olvidáis”.
Repartió unas monedas, y les dijo:
—Volved a vuestras casas, y no olvidéis que Dios os ama y vela por vosotros.
Mientras aquellas pobres mentes estuvieron absortas en la mirada y la palabra de Jhasua, sus cuerpos recibieron como una ola formidable, la energía y fuerza vital que él les transmitía, y recién cuando le perdieron de vista en el tráfago de gentes, bestias y tiendas, se apercibieron que sus males habían desaparecido.
Los unos corrían por un lado y los demás por otro como enloquecidos de alegría, y buscando al doncel de la túnica blanca que no aparecía en parte alguna.
Por fin llegaron a la conclusión de que debía ser el arcángel Rafael que curó a Tobías, por cuanto había desaparecido tan misteriosamente.
—Será un mago venido del norte —decían los extranjeros en el país, que nada sabían del arcángel Rafael ni de Tobías.
—Pero si estáis curados, a trabajar —decían otros ofreciéndoles trabajo en sus comercios, cuyas agitadas actividades necesitaban siempre más y más operarios.
Era inútil que buscaran a Jhasua, que instaló rápidamente a sus padres bajo la tienda-hospedería, y corrió al Santuario en busca del portero, con cuya familia pasaría la noche hasta la hora primera en que la caravana continuaba el viaje.
Con gran sorpresa de los solitarios, se les presentó de pronto en el archivo donde todos ellos se encontraban ordenando de nuevo su abundante documentación.
— ¿No os dije antes que sería vuestro cirio de la piedad? Pues aquí estoy, pero sólo por unas horas.
“¿Dónde están los ex cautivos? —preguntó aludiendo a los tres terapeutas libertados de la cadena.
—En la cocina preparando las maletas para ir a las grutas —le contestaron.
—Pues nada más oportuno —dijo Jhasua—. Traemos un pequeño cargamento para los refugiados.
Indecible fue la alegría de los tres terapeutas al abrazar de nuevo a Jhasua.
Cuando se acercaba la hora de partir, ellos acompañaron a los tres viajeros para hacerse cargo de las provisiones que la familia de Joseph donaba a los refugiados, en las grutas del Jordán.
Después de pedirles referencias y detalles minuciosos sobre el estado y condiciones de los enfermos, Jhasua se despidió de ellos para continuar viaje junto a sus padres.
Desde que salieron de Sevthópolis, el camino se deslizaba en plena montaña, costeando serranías que por estar adelantado el invierno aparecían un tanto amarillentas y desprovistas, desde luego, de su exuberante verdor.
Todo el trayecto desde Sevthópolis hasta Archelais ofreció a Jhasua la oportunidad de derramar como un raudal caudaloso el interno poder que su espíritu-luz había conquistado en sus largos siglos de amor.
Y continuaba amando, como si no pudiera más detenerse en la gloriosa ascensión a la cumbre, a la cual parecía subir en vertiginosa carrera.
“Amar por amar es agua
que no conocen los hombres.
Amar por amar, es agua
que sólo beben los dioses”.
Había cantado así Bohindra, el genio inmortal de la armonía y del amor, y su verso de cristal lo vemos vivir en Jhasua con una vida exuberante, que asombra en verdad a quien !o estudia en su profundo sentir.
Montado en su jumento, no descuidaba mirar a cada instante en su carpeta que llevaba en su mano izquierda.
Mira Jhasua que este camino tan escarpado ofrece tropiezos a cada instante —decíale su padre—, y temo que por mirar tu carpeta no ayudas al jumento a salvar los escollos.
—El está bien amaestrado, padre; no temáis por mí —contestaba él.
¿Se puede saber, hijo mío, qué te absorbe tanto la atención en esa carpeta? — le preguntaba a su vez Myriam cuya intuición de mujer estaba adivinando lo que pasaba.
Cosillas mías, madre, que sólo para mí tienen interés —contestaba sonriente Jhasua, como el niño que oculta alguna travesura muy dulce a su corazón.
“Aquí están las dos encinas centenarias —murmuró a media voz—. Es la señal de la gruta de los leprosos.
Aún estaban a cincuenta brazas de las encinas, y ya vieron salir un bulto cubierto con un sacón de piel de cabra que sólo tenía una abertura en la parte superior para los ojos.
Sólo así les era permitido a los atacados del horrible mal el acercarse a las gentes que pasaban, en demanda de un socorro para su irremediable situación.
Jhasua habló pocas palabras con el jefe de la caravana, que siempre llevaba preparado un saco con los donativos de algunos de los viajeros para los infelices enfermos.
—Yo lo llevaré por vos —dijo Jhasua recibiendo él saco y encaminándose hacia el bulto cubierto que avanzaba. Los viajeros pasaron de largo, deseando poner mayor distancia entre el leproso y ellos.
Myriam y Joseph detuvieron un tanto sus cabalgaduras para dar tiempo a Jhasua.
—Ya imaginaba esto mi corazón —decía Myriam a su esposo.
“En la carpetita debe traer Jhasua escritas las señas donde están las grutas, y eso era lo que absorbía su atención.
— ¡Oh! Este hijo santo que Jehová nos ha dado, Myriam, nos da cada lección silenciosa, que si sabemos aprenderla seremos santos también.
Y el anciano, con sus ojos humedecidos de llanto, continuaba mirando a Jhasua, que llegaba sin temor alguno al leproso.
Le vieron que le quitó el sacón de piel y le tomó las manos.
Fue un momento de mirarle a los ojos con esa irresistible vibración de amor que penetraba hasta la médula como un fuego vivificante, que no dejaba fibra sin remover.
Myriam y Joseph no podían oír sus palabras, pero nosotros podemos oírlas, lector amigo, después de veinte siglos de haber sido pronunciadas.
En los Archivos Eternos de la Luz, maga de los cielos, quedaron escritas como queda grabado todo cuanto fue pensado, hablado y sentido en los planos físicos:
—Eres joven, tienes una madre que llora por ti; hay una doncella que te ama y te espera unos hijos, que podrán venir a tu lado. Lo sé todo, no me digas nada. Judas de Saba me ha informado de todo cuanto te concierne.
—Sálvame, Señor, que ya no resisto más el dolor en el cuerpo y el dolor en el alma —exclamó el infeliz leproso, que sólo tenía veintiséis años.
—El poder divino que Dios me ha dado, y que tú fe ha descubierto en mí, te salvan. Anda y báñate siete veces en el Jordán y vuelve al lado de tu madre. Sé un buen hijo, un buen esposo y un buen padre, y esa será tu acción de gracia al Eterno Amor que te ha salvado.
Di a tus compañeros que hagan lo mismo, y si creen como tú en el Poder Divino, serán también purificados.
El enfermo iba a arrojarse a los pies de aquel hermoso joven, cuyas palabras le hipnotizaban causándole una profunda conmoción. Pero sintió que todo su cuerpo temblaba y se sentó sobre el heno seco que bordeaba el camino.
— ¡Anda!, no temas nada —le dijo Jhasua montando de nuevo y volviendo al lado de sus padres que le esperaban.
Los otros viajeros se perdían ya en una de las innumerables vueltas del tortuoso camino costeando peñascos enormes, y que pensaban sin duda en que el infeliz leproso sería un familiar de Jhasua por cuanto le prestaba tal atención.
No ha comprendido aún la humanidad lo que es el amor, que no necesita los vínculos de la sangre ni las recompensas de la gratitud, para darse en cuanto tiene de grande y excelso como una vibración permanente del Atman Supremo, que es amor inmortal por encima de todas las cosas.
Nuestros tres viajeros quedaron por este retraso a cierta distancia de la caravana, lo cual les permitía hablar con entera libertad.
— ¡Qué obra grande has hecho hijo mío! —le dijo Joseph mirando a Jhasua con esa admiración que producen los hechos extraordinarios.
—Era lástima tan joven y ya inutilizado para la vida —añadió Myriam, esperando una explicación de Jhasua que continuaba en silencio—. ¿Se curará hijo mío?
—Sí, madre, porque cree en el Divino Poder y eso es como abrir todas las puertas y ventanas de una casa para que entre en torrente avasallador el aire puro que lo renueva y transforma todo.
— ¿Habrá otros leprosos allí? —volvió a preguntar ella.
—Han quedado veinte de los treinta y dos que había desde hace mucho tiempo.
“Los otros murieron cuando los Terapeutas del Santuario dejaron de socorrerles. Eran ya de edad y su mal estaba muy avanzado. La miseria los consumió más pronto.
— ¿Y no podría evitarse Jhasua este mal espantoso que va desarrollándose tanto en nuestro país?
—Cuando los hombres sean menos egoístas desaparecerá la lepra y la mayoría de los males que afectan a la humanidad. La extremada pobreza hace a los infelices de la vida, ingerir en su cuerpo las materias descompuestas como alimento. Los tóxicos de esas materias ya en estado de putrefacción, entran en la sangre y la cargan de gérmenes que producen todas las enfermedades. Los gérmenes corrosivos van pasando de padres a hijos, y la cadena de dolor se va haciendo más y más larga.
“Cuando los felices de la vida amen a los infelices tanto como a sí mismos se aman, se acabarán casi todas las enfermedades, y sólo morirán los hombres por agotamiento de la vejez o por accidentes inesperados.
“He podido curar leprosos, paralíticos y ciegos de nacimiento; pero no he podido aún curar a ningún egoísta. ¡Qué duro mal es el egoísmo! Una honda decepción pareció dibujarse en el expresivo semblante de Jhasua, cuya palidez asustó a su madre.
Hijo mío —le dijo—, estás tan pálido que me pareces enfermo.
Jhasua queda así cuando salva a otros de sus males. Se diría que por unos momentos absorbe en su cuerpo físico el mal de los curados —añadió su padre.
Jhasua les miraba a entrambos y sonreía en silencio.
Veo que os vais tornando muy observadores —dijo por fin.
Cuando has curado a Jhosuelín y a mí, te he visto también palidecer —dijo Joseph—. Pero me figuro que si el Señor te da la fuerza de salud para los otros, te repondrá la que gastas en ellos.
—Es así padre como lo piensas. Ya me pasa este estado de laxitud, porque los enfermos ya entraron en renovación.
— ¿Pero, se curarán todos? —preguntó alarmada Myriam temerosa de que tantos cuerpos enfermos agotasen la vida de su hijo. Jhasua comprendió el motivo de esa alarma.
— ¡Madre! —le dijo con infinita ternura—. No me des el dolor de adivinar en tu alma ni una chispa de egoísmo. La vida de tu hijo vale tanto como esas veinte vidas salvadas.
“También ellos tienen madres que les aman como tú a mí. Ponte tú en lugar de una de ellas y entonces pensarás de otra forma.
— ¡Tienes razón hijo mío! Perdóname el egoísmo de mi amor de madre. Eres la luz mía, y sin ti, me parece que me quedaría a obscuras.
—Tendrás que aprender a sentirme a tu lado, aunque yo desaparezca del plano físico…
—¡Dios Padre, no lo querrá, no!. . ¡Moriré yo antes que tú!… —dijo ella como en un sollozo de angustia.
— ¿Ves madre el dolor de esas madres que ven morir vivos a sus hijos en las cavernas de los leprosos?
—Sí hijo mío!, lo veo y lo siento. Desde hoy te prometo averiguar donde hay un leproso para que tú le cures. Yo soy la primera curada por ti del egoísmo.
“¡Ya estoy curada Jhasua!… ¡Ante Dios Padre que nos oye, entrego mi hijo al dolor de la humanidad!
Y la dulce madre rompió a llorar a grandes sollozos.
— ¿Qué hiciste Jhasua, hijo mío, qué hiciste? —decía Joseph, tomando una mano de Myriam y besándola tiernamente.
— ¡Nada padre! Es que al sacarse ella misma la espina que tenía clavada en el alma, le ha causado todo este dolor. Pero ya estás curada madre, para siempre, ¿verdad?
Esto lo decía Jhasua ya desmontado de su asno y rodeando con su brazo la cintura de su madre.
—Sí hijo mío, sí, ya estoy curada.
Y la admirable mujer del amor y del silencio, secaba sus lágrimas y sonreía aquel hijo-luz que tenía al alcance de sus brazos.
El camino se acercaba más y más al río Jordán, cuyas mansas aguas se veían correr como en el fondo de un precipicio encajonado entre dos cadenas de montañas.
Los viajeros tenían al occidente la mole gigantesca del monte Ebat de 8.077 pies de altura, cuyas cimas cubiertas de nieve iluminadas por el sol de la tarde, les daba el aspecto de cerros de oro recortados sobre el azul turquí de aquel cielo diáfano y sereno.
— ¡Qué bella es Samaría!… —exclamaba Jhasua absorto en la contemplación de tan espléndida naturaleza—. Me recuerda los panoramas del Líbano, con la cordillera del Hermón, más alto que estos montes Ebat.
—Los recordamos, hijo mío —contestaba Joseph— pues los hemos contemplado a través de nuestras lágrimas de desterrados cuando contigo, pequeñito de diez y siete meses pasamos allí cinco años largos.
—Mi vida os trajo muchas pesadumbres —dijo Jhasua— y acaso os traerá muchas más.
— ¡No hagas malos augurios, hijo mío! —le dijo su madre— ni hables de las pesadumbre que trajo tu vida. ¿Qué padres no las tienen por sus hijos?
—Y más en estos tiempos —añadió Joseph— en que la dominación romana tiene tan exasperados a nuestros compatriotas, que cometen serias imprudencias a cada paso. Uno de los hermanos de Débora está preso en Archelais y no sé si podré verle.
— ¡Cómo! ¿Y no habías dicho nada?… Joseph, eso no está bien.
— ¡Mujer!… no quise decírtelo por evitarte una amargura. En­tonces no pensaba en hacer este viaje y creí que todo pasaría sin que tú lo supieras.
— ¿Y la esposa y los hijos? —volvió a preguntar Myriam.
—El hijo mayor que ya tiene veinte años como nuestro Jhasua, está al frente del molino ayudado por mi hijo Matías a quien le pedí que se ocupase del asunto.
—Y ¿qué crimen le imputan para llevarlo a la cárcel? —preguntó Jhasua.
—Este cuñado mío —decía Joseph— estuvo siempre en desacuerdo con los herodianos y sus malas costumbres, y no se cuidó nunca de hablar en todas partes exteriorizando sus rebeldías. Cuando Herodes hizo modificar la antigua ciudad de Yanath y le dio el nombre de su hijo mayor Archelais, mi cuñado levantó con el pueblo una protesta porque aquel viejo nombre venía desde el primer patriarca de la tribu de Manases que se estableció en esa región, y fue quien construyó el primer santuario que el pueblo hebreo tuvo al entrar en esta tierra de promisión.
“Con esta protesta ya quedó sindicado como un revoltoso, y cualquier sublevación que hay en el pueblo, la cargan sobre él. El infeliz tuvo la equivocada idea de que una protesta justa y razonable como era, pudiera torcer el capricho de la soberbia de un rey que tenía la pretensión de que los nombres de sus hijos se inmortalizaran hasta en los peñascos de este país usurpado a los reyes de Judá.
Hace dos lunas, cuando los herodianos celebraban el aniversario de la coronación de Herodes el Grande como rey de la Palestina, apareció apedreada y rota la estatua suya que estaba en la plaza del mercado y arrancada la placa de bronce en que está escrito el nuevo nombre de la ciudad.
“Los herodianos señalaron en seguida a mi cuñado como incitador a este desorden. Eso es todo.
— ¿No habéis hecho nada por salvarle? —preguntó Jhasua interesándose en el asunto.
—Se ha hecho mucho, y ahora sabremos si hay esperanzas de libertarlo —contestó Joseph.
En Jhasua se había despertado ya el ansia suprema de justicia y de liberación para el infeliz cautivo que se hallaba en un calabozo cuando tenia nueve hijos que alimentar.
Sus padres lo comprendieron así y Joseph dijo a Myriam en voz baja:
—Aquí va a pasar algo; ya preveo un prodigio de esos que sólo nuestro Jhasua puede hacer.
— ¡Calla, que no nos oiga! —Decía Myriam—. Le disgusta mucho que hagamos comentarios sobre las maravillas que obra.
Cuando llegaron a Archelais, lo primero que vieron fue la gran plaza mercado y la estatua del Rey Herodes sin cabeza y sin brazos provocando las risas y burlas de sus adversarios.
Jhasua sumido en hondo silencio parecía absorto en la profundi­dad de sus pensamientos.
—Padre —dijo de pronto— los que están felices y libres, no necesitan de nosotros. Dejemos a mi madre en la casa familiar y vamos tú y yo a ver al tío Gabes en su prisión. —Bien hijo, bien.
La pobre esposa desconsolada, se abrazó de Myriam y lloró amargamente.
—Sé que tu hijo Jhasua es un Profeta que hace maravillas en nombre de Jehová —le dijo entre sollozos.
“Dile tú que salve a mi esposo del presidio, y mis hijos y yo le seremos fieles siervos hasta el fin de su vida.
Jhasua alcanzó a oír estas palabras, y acercándose al tierno grupo, le dijo:
—No llores buena mujer, que nuestro Padre Celestial ya ha tenido piedad de ti. Hoy mismo comerá el tío Gabes en tu mesa. Pero, ¡silencio!, ¿eh? que las obras de Dios gustan albergarse en el corazón y no andar vagando por las calles y las plazas.
Luego de un breve saludo a los familiares, Jhasua y su padre, guiados por Matías fueron a la alcaidía del presidio.
Según habían convenido mientras iban, Joseph se ofrecería como fianza por la libertad provisional del preso, con la promesa de pagar la reconstrucción de la estatua.
El alcalde era un pobre hombre sin mayor capacidad, pero con una gran dosis de dureza y egoísmo en su corazón.
Desde que lo vieron, Jhasua lo tomó como blanco de los rayos magnéticos fulminantes que emanaba su espíritu en el colmo de la indignación.
—Señor —le dijo, luego que habló el padre—. Pensad que ese hombre tiene nueve hijos para mantener y que no hay pruebas dé haber sido él quien rompió la estatua del Rey.
—No encontrando al culpable, debe pagar él, que en otras ocasiones amotinó al pueblo por bagatelas que en nada le perjudicaban —contestó secamente el alcaide.
La presión mental de Jhasua iba en aumento y el alcaide vacilaba.
—Bien —dijo— que venga el escriba y firmaréis los tres el compromiso de pagar la restauración de la estatua. Aunque no sé cómo os arreglaréis porque el escultor que la hizo, ha muerto, y no se encuentra en todo el país quien quiera restaurarla.
—Eso corre de nuestra cuenta —dijo Jhasua—. Hay quien la reconstruye si ponéis en libertad ahora mismo al prisionero.
El escriba levantó acta que firmaron Joseph, Matías y Jhasua.
El preso les fue entregado, y Jhasua les dijo después de la emocionada escena del primer encuentro que ya imaginará el lector:
—Bendigamos a Dios por este triunfo, y volved los tres a donde está la familia para salvarles de la inquietud.
—Esto será por poco tiempo; de todas maneras os agradezco en el alma cuanto habéis hecho por mí —le contestó Gabes.
— ¿Por poco tiempo decís? —Preguntó Jhasua—. ¿Creéis entonces que os detendrán de nuevo?
—Seguramente, en cuanto no aparezca reconstruida la estatua. Esos herodianos andan como perros rabiosos. No apareciendo el verdadero culpable, volverán por mí.
— ¡No tío Gabes!… ¡no volverán! Te lo digo en nombre de Dios —afirmó Jhasua con tal entonación de voz, que los tres hombres se miraron estupefactos.
— ¡Que Dios te oiga sobrino, que Dios te oiga!
— ¡Gracias! Yo vuelvo a la plaza del mercado donde tengo una diligencia urgente que hacer. Y sin esperar respuesta, Jhasua dio media vuelta y aligeró el paso en la dirección que había indicado.
— ¿Tiene amigos aquí tu hijo? —preguntó Gabes a Joseph.
—Que yo sepa no, pero él ha crecido y vivido hasta ahora entre los Esenios, y es impenetrable cuando se obstina en el silencio. Es evidente que algo hará en favor tuyo. Sus palabras parecen indicarlo. Dejémosle hacer. ¡Este hijo es tan extraordinario en todo!
La alegría de Ana, esposa de Gabes y de todos sus hijos y familiares, formó un cuadro de conmovedora ternura al verle ya libre.
“—Hoy mismo comerá el tío Gabes en tu mesa” —me dijo al llegar esta mañana tu hijo Myriam.
“¡Oh!, ¡es un profeta al cual el Señor ha llenado de todos sus dones y poderes supremos!… —exclamaba entre sus lloros y risas la pobre mujer, madre de cuatro niñitos pequeños, porque los cinco mayores eran de las primeras nupcias de Gabes.
— ¿Dónde dejasteis a Jhasua? —preguntaba Myriam a los tres recién llegados— porque vamos a sentarnos a la mesa, y es triste comer sin él en este día de tanta alegría.
—Ya le hice esa observación y dijo que venía en seguida-.
Mientras tanto Jhasua llegó a la plaza y se ubicó discretamente a la sombra de una hiedra que formaba una rústica glorieta, a veinte pasos de la estatua rota.
Aunque era invierno, un sol ardiente caía de plano sobre los bloques de piedra que pavimentaban la inmensa plaza. Los vendedores encerrados en sus carpas aprovechaban para comer tranquilos el tiempo de cese de las ventas que marcaba la ordenanza.
Jhasua se sentó en el único banco que había en la glorieta y sintió que todo su cuerpo vibraba sobrecargado de energía, en forma tal, como no se había sentido jamás.
Y oyó en su mundo interior uno voz muy profunda que le decía “no temas nada”. “Las fuerzas vivas de la naturaleza te responden. El sol está sobre ti como un fanal de energía poderosa. La libertad de un hombre que alimenta nueve hijos, está en juego.
“Entrégate como instrumento a las fuerzas vivas, y duerme. La Energía Eterna hará lo demás”. Y se durmió profundamente.
Muy pronto se despertó porque al salir los vendedores de sus tiendas daban gritos ofreciendo sus mercancías. Miró hacia la estatua rota, y la vio en perfecto estado como si nada hubiera ocurrido.
Pensó en acercarse a observarla de cerca, pero no quiso hacerlo para no llamar la atención en esos momentos. Nadie en la plaza demostraba haber observado el extraordinario acontecimiento.
Jhasua elevó su pensamiento de acción de gracias al Supremo Poder que así le permitía librar a un padre de familia de una injusta prisión, y volvió apresuradamente a casa de Gabes, donde su tardanza empezaba a causar inquietudes.
—Tío Gabes —dijo al entrar— ya no tienes que temer nada del alcaide, porque la estatua rota ha sido restaurada, y está perfecta.
— ¿Quién lo hizo —preguntaron varias voces a la vez.
— ¿Quién ha de ser? ¡Los obreros del Padre Celestial, del cual os acordáis muy poco para lo que Él se merece, con tanto que os ama! contestó Jhasua y se sentó a la mesa.
Myriam, Joseph y los dueños de casa se miraron como interrogando. El índice de Myriam puesto sobre los labios les pidió silencio y callaron.
Cuando se terminó la comida, todos quisieron ir a la plaza, para ver y tocar la estatua ya reparada, a la vez que acompañaban a los viajeros a incorporarse a la caravana.
Gabes y Ana hacían que todos sus hijos besaran la mano de Jhasua, que de tan prodigiosa manera había anulado la condena de su padre.
Matías que tenía cuatro hijos, acercaba los suyos pidiendo a Jhasua que les conservara la salud y la vida, porque eran débiles y enfermizos.
—Matías —le dijo él— cuida de enseñar a tus hijos a amar a Dios y al prójimo, y Él será quien cuide y conserve su salud y su vida.
—A mi regreso en la próxima luna visitaré tu casa —añadió Jhasua— porque he visto que uno de tus hijos vendrá conmigo.
Cuando montó en su cabalgadura luego de haber ayudado a su madre, todas las manos se agitaban en torno de él que les decía:
—Porque me amáis, callad lo ocurrido, que el silencio .es hermano de la paz.
— ¡Es un Profeta de Dios!… —quedaron diciendo en voz baja todos.
—Myriam y Joseph merecían tal hijo y el Señor se los ha dado —decía Gabes.
—Pero la pobre madre vive temblando por ese hijo —añadió Ana, pues desde muy pequeño se vio obligado a huir de persecuciones de muerte.
—Fue cuando la matanza de niños betlehemitas —dijo Matías— que mi padre tuvo que llevarle muy lejos porque era a él a quien buscaban por orden de Herodes el viejo, cuya estatua acaba de restaurar Jhasua con él poder de Dios.
Mientras los familiares comentan a media voz los sucesos, nosotros, lector amigo, lo haremos también con la antorcha de la razón y el estilete de la lógica.
El prodigioso acontecimiento que llenaba de asombro a los familiares de Jhasua, está dentro de la ley de integración y desintegración de cuerpos orgánicos, inorgánicos y materia muerta, lo cual es perfectamente posible a las inteligencias desencarnadas que dominan los elementos de la naturaleza, y que tienen en el plano físico, un sujeto cuyos poderes internos pueden servirles de agente directo para la realización del fenómeno.
Más admirable es aún el desintegrar un cuerpo y reintegrarlo en otro sitio diferente, lo cual está asimismo dentro de la ley. El hecho de la estatua rota en la plaza de Archelais, sólo era reintegración parcial por acumulación de moléculas de una materia inorgánica y muerta.
Los seres que fueron testigos oculares de este hecho, no estaban sin duda en condiciones mentales de asimilar la explicación científica que pudiera darles Jhasua, el cual se limitó a responder a las preguntas de “quién lo hizo” con su sencillez habitual: —”Los obreros del Padre Celestial” con lo cual decía la verdad, sin entrar en las honduras de una explicación que no alcanzarían a comprender.
Cuando nuestros viajeros llegaron a Jericó, se encontraron con la caravana que venía desde Bozra, en Arabia, y atravesaba la Perea por Filadelfia y Hesbon.
Llamaba la atención de las gentes, una gran carroza que sólo usaban para viajar las personas de alta posición, mayormente si eran mujeres.
Venía en ella una hija del Rey de Arabia con un niño suyo, atacado de una fiebre infecciosa que le llevaba irremediablemente a la muerte. El llanto de la joven madre partía el alma.
Un mago judío le había asegurado que si lo llevaba al templo de Jerusalén y ofrecía allí sacrificios a Jehová, su hijo sería curado. Y la infeliz madre había emprendido el largo viaje desde su palacio enclavado como un cofre de pórfido en los montes Bazán, en busca de la vida de aquel hijo único que sólo contaba diez años de edad.
Oír el lastimoso llorar de aquella mujer y acercarse al lujoso carro, fue todo un solo momento para Jhasua.
—¿Por qué lloras mujer con tan hondo desconsuelo? —le preguntó.
— ¡Mi hijo se muere!… ¿no lo veis? Ni aún a mí me reconoce ya, y veo que no alcanzaré a llegar al templo de Jerusalén para que sea curado.
—Todo el universo es templo de nuestro Dios Creador, y todo dolor llega hasta Él, como le llega el tuyo en este instante.
Mientras así decía, se sentó en el lecho del niño a cuyo rostro lívido y sudoroso acercó el suyo enrojecido como por una llama viva que vibraba en todo su ser. Unió sus labios con aquellos labios incoloros y en largos hálitos que resonaban como un soplo de viento poderoso, inyectaba vitalidad nueva en aquel pobre organismo que ya abandonaba la vida.
El cuerpecito empezó a temblar y luego a dar fuertes sacudidas, después de las cuales la sangre afluyó de nuevo a su rostro y el niño abrió los ojos para buscar a su madre.
— ¿Ves mujer cómo aquí también es el templo de Dios que oye todos los clamores de sus hijos sin pedirles sacrificios de bestias, sino sólo la ofrenda del amor y de la fe? —preguntó Jhasua a la joven princesa arabeña que no salía de su asombro.
— ¿Quién eres tú que das la vida a los que llama la muerte? —preguntó ella espantada.
—Un hombre que ama a Dios y al prójimo. Tu hijo está curado.
La madre se abrazó de su niño, cuyo rostro cubría de besos y de lágrimas.
Jhasua bajó de la carroza para volver al lado de sus padres, pero aquella mujer le llamó ansiosamente.
—No os vayáis así —le dijo— sin poner precio a vuestro trabajo.
“¿Cuánto vale la vida de mi hijo?
—Dios sólo sabe el precio de una vida humana. La vida de tu hijo es un don suyo, si quieres agradecerlo como El desea, sigue un poco más el viaje hasta pasar Jericó y yo te enseñaré dónde puedes salvar vidas humanas como Dios salvó la de tu hijo.
_ ¡Qué Alá te bendiga, pues que eres un arcángel de su cielo! contestó la mujer bajando la cortina que cerraba la carroza.
Aún alcanzó a oír Jhasua su voz cuando decía a los criados:
—Seguid a ese joven y no detengáis la marcha hasta que él os mande.
—Esperadme aquí —les dijo Jhasua—, que entró a la ciudad hasta que la caravana siga el viaje.
Los familiares de Myriam les esperaban en la balaustrada que cercaba la plaza de las caravanas.
Sus ancianos tíos Andrés y Benjamín, hermanos de su padre, con sus hijos y nietos formaban un grupo numeroso.
Aunque se habían visto algunas veces en las fiestas de Pascua en el Templo de Jerusalén, la ausencia continuaba, hacía más emotivas la escena de un encuentro nuevo entre seres de la misma sangre y del mismo pensar y sentir.
A Jhasua no le veían desde los doce años, y se asombraron grandemente ante aquel hermoso joven de alta estatura y de fina silueta, que sobrepasaba a sus padres.
Los dos ancianos tíos de Myriam, creyeron tener el derecho de apoyarse en sus brazos, y así vemos a nuestro hermoso y juvenil Jhasua en medio de ambos ancianos cuyas cabelleras y barbas blancas formaban un llamativo contraste con los cabellos dorados de aquél.
Toda esta antigua familia era esenia desde sus lejanos antepasados, y Andrés y Benjamín, hermanos de Joaquín, padre de Myriam, eran como libros vivos, en que estaba escrita la extensa crónica de las persecuciones y sufrimientos de la Fraternidad Esenia desde siglos atrás.
Tenían ambos por Jhasua un amor delirante, pues que habían seguido desde lejos sus pasos, y los Terapeutas peregrinos les tenían al corriente de su vida de niño y de joven.
Para ellos, el gran Profeta estaba bien diseñado desde los primeros años. Pero cuando ellos pasaron al grado tercero cuatro años más hacía, en el Santuario del monte Quarantana les fue avisado que el Mesías estaba en medio de la humanidad, encarnado en el hijo de Myriam su amada sobrina.
¿Qué significaría pues, para aquellos dos buenos ancianos, el verse apoyados en los brazos de Jhasua que caminaba entre ellos, hablándoles de las glorias de una ancianidad coronada de justicia, de paz y de amor?
Y tan pronto lloraban como reían, pareciéndoles un sueño aquel hermoso cuadro formado por ellos y su inseparable sobrino nieto, con su belleza física _y moral extraordinarias.
—Eres un sol naciente entre dos ocasos nebulosos —decía graciosamente Benjamín, el mayor de los dos.
Mientras tanto, las primas de Myriam, eran incansables en preguntar si eran verdades los hechos que les habían referido los Terapeutas referentes a Jhasua.
La discreta Myriam, siempre corta en el hablar, sólo respondía:
—Cuando los Terapeutas hablan, ellos saben bien lo que dicen y la verdad está siempre con ellos. Mi Jhasua es grande ante Dios, ya lo sé; pero como yo soy débil y mi corazón es de carne, padezco por él. Soy su madre y estoy siempre temerosa de que su misma grandeza le traiga notoriedad. Mientras le tengo escondido de las gentes, le veo más seguro. El día que salga al mundo ¿qué hará el mundo con él?
“Casi todos nuestros grandes Profetas fueron sacrificados. ¿Lo será él también?
— ¡Debido a eso —dijo una de las primas de Myriam— nos aconsejaron loa Terapeutas no hacer comentario alguno referente al Mesías encarnado en tu hijo! Queda esto muy cerca a Jerusalén —dijeron— y el sacerdocio del templo está vigilante y alerta.
Jhasua no perdía su tiempo a donde quiera que llegaba, y aprovechó las breves horas de estadía en la ciudad de las flores, oasis de la árida Judea, para averiguar quiénes padecían en ella.
—Los enfermos incurables —le contestaba alguno de los ancianos tíos— fueron llevados a las grutas del monte de los Olivos, y aquí sólo hay un refugio de ancianos desvalidos que sostenemos entre todos los Esenios de la ciudad, que somos una gran mayoría.
—Parece que tenemos la bendición del Señor —añadía el otro anciano, porque en la aldea de Bethania hay un florecimiento de abundancia en los huertos y cabañas, que de allí solamente podrían alimentarse bien las grutas y refugios de estas montañas.
—El amor a Dios y al prójimo —dijo Jhasua— es la más pura oración que puede elevar el alma hasta los cielos infinitos, para atraer el bien en todos sus aspectos y formas.
—Así lo dice la ley de Moisés —añadió uno de los viejos tíos— la cual resume todos sus mandatos en “amar a Dios y al prójimo como a sí mismo”.
—Lo cual no es tan fácil como parece —añadió el otro—. ¿Verdad Jhasua?
— ¡Y tanta verdad tío Andrés!
“La humanidad en general, hace como el niño que antes de repartir entre amiguitos una cestilla de melocotones, mira bien cuál es el mejor, que dejará para sí mismo. Por eso la prescripción esenia dice: “Da al que no tiene, de lo que tienes sobre tu mesa”.
—Y por eso —añadió el tío Benjamín—, los Esenios de Jericó hemos formado una pequeña congregación que se llama “Pan de Elías”,’ nombre que no puede causar alarma ninguna ni a las autoridades romanas, ni sacerdotales de Jerusalén. Significa y alude a la forma en que la piadosa viuda de Sarepta socorría al Profeta Elías, fugitivo y perseguido por el rey Achab.
Según la historia, hacía dos grandes panes cada día y llenaba dos cestillas de frutas y dos tazones de manteca, tal como si hubiese dos personas en la casa. Una porción era de Elías y la otra para sí; jamás hizo diferencia alguna entre el donativo- y lo suyo, y si alguna ventaja hubo, fue en favor de su protegido.
— ¡Comprendo!… —dijo Jhasua— y en vuestra congregación de misericordia, hacéis como la viuda de Sarepta, y llamáis a vuestra discreta piedad “Pan de Elías”. ¿Hace mucho que hacéis esto?
—Cuando la persecución a los niños bethlemitas —le contestaron.
“Fueron tantos los refugiados en toda la extensión del monte de los Olivos, que fue necesario hacer mayor distribución de alimentos. Las grutas aparecían como hormigueros de madres con niños. Y hasta en las grutas sepulcrales se escondían huyendo de la cuchilla de Herodes.
—Eras tú .Jhasua, la víctima que buscaba el rey.
—La ignorancia da cabida en los hombres a todos los fanatismos, y la ambición los lleva a todas las crueldades y crímenes —dijo Jhasua.
“Figuraos el mundo sin Ignorancia y sin ambición. Sería un huerto de paz lleno de flores, frutas y pájaros. Un ensueño primaveral. Un reflejo de los cielos de Dios donde aman y cantan los que triunfaron de la ignorancia y de la ambición…”
“¿Tenéis aquí, muchas Sinagogas? —preguntó de pronto.
—Tenemos una, puesta y sostenida por el templo de Jerusalén, que es la menos concurrida. Hay otras diez más, particulares, sostenidas por vecinos pudientes. La que tiene mejores concurrentes es la de Gamaliel el viejo. La dirige él mismo, y concurre dos sábados por mes, lo más sano y puro del doctorado de Jerusalén.
—Nada sabía de eso —dijo Jhasua.
—Son Esenios, hijo mío y hablan muy poco por las calles. ¡Pero hay que oírlos entre los muros de la sinagoga! Hay dos doctores jóvenes todavía que concurren desde hace poco tiempo, y que son como una luz en las tinieblas. Al uno lo llaman José y al otro Nicodemus. Son inseparables. Saben que está el Mesías entre nosotros y sus palabras son como una llama viva. A veces vienen también con ellos otros nombrados Rubén, Nicolás y Gamaliel el joven.
—Nosotros no faltamos de allí ningún sábado —añadió el tío Andrés— porque se está comentando el Génesis de Moisés, y estos doctores jóvenes han comenzado a echar luz sobre todas las obscuridades con que los siglos o la malicia humana, han desfigurado los grandes libros que tenemos como única orientación.
Jhasua escuchaba en silencio y comprendía que sus amigos de Jerusalén no perdían el tiempo, y que iban desgranando lenta y discretamente el magnífico collar de diamantas que habían extraído del viejo archivo de Ribla.
Comprendió asimismo, que estos dos ancianos eran, entre la turbamulta, de lo más adelantado que encontrara en su camino.
— ¿Queréis asociaros a un pequeña obra mía? —les preguntó.
—Con toda el alma, hijo mío —contestaron ambos a la vez.
Jhasua les refirió la llegada de la princesa arabeña con su niño moribundo y ya curado. Se encontraba ella en su carroza como sabe el lector.
—Pensaba conducirla hasta las grutas de los refugiados para que ella misma les ofreciera sus dones; pero puesto que estáis tan bien organizados para el sostenimiento de los pobres enfermos, os propongo entrar en relación con ella, instruirla en la verdadera doctrina de sabiduría divina, y orientarla para el bien y la justicia. He comprendido que es un alma ya preparada para la verdad y el bien.
—Es un honor, hijo mío, colaborar contigo en tus obras de apóstol.
Vamos a verla —dijo el tío Andrés.
Poco antes de la salida de la caravana se encaminaron todos hacia la plaza, donde la gran carroza de la arabeña era lo primero que se veía entre el movimiento de los viajeros y vendedores ambulantes. Jhasua se adelantó.
El rostro de aquella mujer pareció iluminarse de dicha al ver de nuevo a Jhasua.
—Como los arcángeles de Jehová aparecen y desaparecen —dijo—, creí que no os vería más. Este es el Profeta que te curó, hijo mío —dijo al niño que sentado en el lecho se divertía haciendo dibujos de los animales más comunes de su país.
— ¿Cómo te llamas para recordarte siempre? —preguntó.
—Mi nombre es Jhasua —le contestó en árabe—. ¿Y tú?
—Ibraín, para servirte Profeta —le contestó el niño. Mataste a la fiebre que quería matarme a mí. ¡Eres muy valiente! En mi tierra dan un premio al que mata a las panteras y las víboras “cobra” que traen la muerte.
“Y yo quiero darte mi mejor libro de dibujos; es éste con cubierta de piel de cobra, ¿lo ves? En mi libro, los animales hablan y dicen cosas mejores de las que hablan los hombres a veces.
Jhasua y la madre sonreían del afán de hablar del niño que no paraba en su charla.
Al joven Maestro le bastó un instante para comprender la viva inteligencia de aquella criatura y sus buenos sentimientos.
Hojeando el álbum de dibujos se veían tigres y panteras, lobos y víboras cobras amarradas al tronco de un árbol para que los corderinos bebieran tranquilos en un remanso; unos buitres descomunales colgados de las patas, para que no hicieran daño a las tórtolas que tomaban sol al borde de la fuente, y todo por el estilo.
—Eres amante de la justicia —le decía Jhasua— y ¡qué bien la haces, con los malos y con los buenos! Y ¿qué te parece si perdonamos al tigre, al lobo y pantera, les soltamos de nuevo y les recomendamos que no hagan a los otros animales lo que no quieran que les hagan a ellos?
— ¡No, no, no Profeta!…, ¡por favor!… en menos tiempo que se abre y se cierra un ojo, me comerían todas las palomas y corderitos…
“Con los malos hay que ser malo. Mi abuelo los encierra en una fortaleza y de allí no salen más. Son hombres como los tigres, los lobos y las panteras. ¡Hacen daño siempre!
Mientras el niño hablaba, Jhasua había diseñado en una página, un sol naciente detrás de las cumbres de una montaña. En el valle un remanso.
—Mira Ibraín: dibuja alrededor de este remanso, lobos, corderos, tigres y gacelas bebiendo todos tranquilamente.
— ¡imposible Profeta… imposible! ¿Crees que el lobo no se comerá al cordero, y el tigre a las gacelas? A no ser que tú hagas con ellos como has hecho con la fiebre que me mataba…
— ¡Justamente Ibraín!… así quería verte razonar. Este sol que aparece sobre la montaña, es el amor coronando como una diadema la vida de los hombres y triunfando de todas sus maldades. Entonces no habrá lobos ni panteras, ni víboras cobra, sino que todos serán corderitos, gacelas y palomas. ¿No es esto mucho más hermoso, Ibraín?… ¡así será un día la tierra!
El niño lo miró espantado y le tomó las manos.
— ¡Tú deliras Profeta!. . . ¡Mi fiebre mala se entró en tu cuerpo y vas a morir!… ¡Yo no quiero que te mueras!… y el niño se abrazó a Jhasua con los ojos llenos de lágrimas. El joven Maestro enternecido hondamente, abrazó también al niño y puso un largo beso en su frente. La madre lloraba en silencio.
—No temas, Ibraín, no tengo fiebre.
— ¿Por qué deliras entonces?…
—Eres pequeñito aún y no puedes comprender, pero me comprenderás más tarde. Mi delirio será realidad algún día… muy lejano quizá, pero llegará.
“Aquí llega mi familia —dijo Jhasua interrumpiendo su diálogo con el niño. Son mis tíos Andrés y Benjamín, que os guiarán para que hagáis con los pobres y enfermos como Jehová lo hizo con vosotros.
—Yo quiero vivir —dijo la princesa, cuyo nombre era Zaida—, yo quiero vivir en tu tierra, Profeta, y en este sitio donde recobré la vida de mi hijo. ¿No puedo hacerlo acaso? ¿Vuestra religión me rechazaría?
—No, de ninguna manera. Haced vuestra voluntad, y mis tíos os servirán de guías hasta que os orientéis en este país.
—Aquella mujer debe ser vuestra madre —si es que la tenéis en la tierra y no habéis bajado de los cielos de Alá —decía Zaida mirando a Myriam que hablaba con sus primas.
—Sí, es mi madre —contestó Jhasua.
La árabe no esperó más y bajando por la plataforma en declive que desde la carroza llegaba hasta la tierra, corrió hacia Myriam a la cual tomó las manos y las besó con delirio mientras le decía:
—Tu hijo es un Profeta de Alá que ha curado a mi hijo consumido por la fiebre. Eres una madre dichosa, porque trajiste al mundo un Profeta que vence el dolor y a la muerte…
En ese momento bajaba de la carroza Jhasua con el niño de la mano. Su aspecto débil y enflaquecido, declaraba muy alto que acababa de pasar una grave enfermedad.
—Nuestro Dios-Amor le ha salvado la vida, y la madre quiere vivir en Jericó y compensar con donativos a los necesitados, el bien que ella ha recibido.
Myriam y sus primas abrieron el corazón para la extranjera que tan agradecida se mostraba a los beneficios de Dios.
—Seremos vuestras hermanas —le decían— y contad que estáis como en vuestro país.
—Mi hijo y yo seguiremos viaje al sur —díjole Myriam— pero si os quedáis entre mis familiares, nos volveremos a ver cada vez que pasemos por Jericó.
Joseph con los dos ancianos tíos, conversaban aparte.
Temían un desacuerdo con el rey de Arabia, padre de Zaida, y trataron de aclarar ese punto.
La arabeña que hablaba por intermedio de su intérprete, uno de sus criados, les dijo que su padre tenía muchas esposas, y que sus hijos e hijas se contaban por docenas; que él les dejaba libertad para vivir donde quisieran, más en un país limítrofe con el cual mantenía buenas relaciones.
Eliminado este temor, los ancianos Andrés y Benjamín se encargaron de hospedar a Zaida hasta que ella adquiriese su propia vivienda.
—Ha de ser —dijo ella— en el sitio en que me fue devuelto mi hijo.
—Junto a la plaza de las caravanas, hay una antigua casona en venta con un hermoso huerto —dijo uno de los ancianos. Estoy encargado de ella por sus dueños que se han establecido en Tiro. ¿Vuestro marido estará de acuerdo con vuestras resoluciones? —preguntó el anciano.
—No tengo marido —contestó Zaida. Se enemistó con mi padre y huyó a tierras lejanas para conservar la vida. Hace seis años de esto y no le he visto más. Pero no creáis que vivo sola. Si me quedo aquí, mi madre vendrá conmigo y todos mis criados.
—Bien mujer, que nuestro país te sea propicio —añadió el anciano. Haremos por ti cuanto podamos.
Mientras tanto el niño no podía separarse de Jhasua, con el cual hablaba siempre de lo imposible que era la unión de los tigres de sus dibujos, con las palomas y los corderos.
—A mi regreso —decíale el joven Maestro y en muchas veces que nos veremos, hemos de llegar a un acuerdo sobre ese punto.
Llegó la hora de la partida y la caravana salió de Jericó, dejando en el alma de la arabeña y de su hijo grabada para siempre la imagen del joven Profeta, que al devolverle la vida al niño había anudado con ambos un lazo de amor que no se rompería jamás. A este amor se debió acaso que el rey Hareth, guerrero y conquistador, respetase el país amigo donde encontró la vida su nieto, y protegiera más tarde el Santuario-escuela de monte Horeb y del Sinaí, donde vivía Melchor y sus numerosos discípulos.
El amor silencioso de Jhasua, extendía sus velos mágicos de luz, allí donde encontraba una lamparilla para encender entre las tinieblas heladas de la humanidad.
El Hijo de Dios a sus veinte años entraba en Jerusalén sin que ésta se apercibiera de que aquel por quien había suspirado tantos siglos, estaba dentro de sus muros y respiraba su aire cargado de aroma de mirra, y olores de carnes de sacrificio quemadas en el altar.
Fue un día de gloria para Lía la parienta viuda, que ya les esperaba en su vieja jasa solitaria. Jhasua dejó allí a sus padres y quiso visitar el templo, que no siendo época de fiestas, debió hallarse lleno de silencio y soledad. Así quería verle. Así quería encontrarse, sólo bajo aquella techumbre ensombrecida de humo, entre aquellas columnatas, arcadas y pórticos, llenos de rumores, de ecos, donde un vientecillo imperceptible agitaba la llama de los cirios, y ondulaba el gran velo que interceptaba la entrada al Santa Sanctorum.
Un anciano sacerdote quemaba esencias en el altar de los holocaustos, y a lo lejos sonaba un laúd.
Era el caer de la tarde, y la vieja ciudad empezaba a dormirse en la quietud profunda, del anochecer en la Judea y en pleno invierno. Subió las gradas del recinto en que se deliberaban todos los asuntos religiosos y civiles, y se sentó en uno de los estrados.
Una indefinible angustia se apoderó de él… No había allí su ambiente, su bóveda psíquica, mil veces más hermosa y radiante que aquella techumbre de oro y jaspe, que parecía aplastarle el alma como una montaña de granito.
Su gran sensibilidad percibió vibraciones de terror, de espanto, de desesperada agonía. Un penoso hálito de muerte soplaba de todos lados, como un sutil veneno que le penetraba hasta la médula.
— ¡Es este un recinto de matanza y de tortura! —exclamó desesperado… ¿Cómo ha de encontrarse aquí la suavidad divina del Padre-Amor, de mis sueños?. . .
Vio un libro abierto sobre el atril, donde el sacerdote de turno debió leer en la última reunión. Era el Deuteronomio, o libro de los secretos, atribuido a Moisés.
Estaba abierto en el capítulo XVII, en cuyos versículos 3-4 y 5, manda matar a pedradas a todo hebreo, hombre o mujer que hubiese demostrado veneración a los astros que brillen en el cielo.
Y subrayando con su punzón aquellas palabras, puso una llamada al margen con este interrogante:
“¿Cuál es el Moisés iluminado de Jehová; el que escribió en tablas de piedra “no matarás” o el que manda matar?”
Un ventanal se abrió con estrépito, y agitando el gran velo del templo, fue a rozar la llama de los cirios que ardían perennemente ante el tabernáculo con el Arca de la Alianza.
Jhasua no alcanzó a ver este principio de incendio porque salió precipitadamente a la calle, como si horrendos fantasmas de muerte y sangre le persiguieran.
Dos ancianos que oraban en la penumbra de un rincón apartado, comenzaron a dar gritos.
“— ¡El velo arde, el templo se quema!… Un hermoso doncel de túnica blanca estaba aquí y debió salir por el ventanal que se abrió con gran ruido…
“—Pecados horrendos debe haber en el templo, cuando un ángel de Jehová ha encendido este fuego demoledor”.
Un ejército de Levitas invadió el recinto y descolgaron rápidamente el velo, que aplastado en el pavimento bajo sacos de arena mojada, el fuego se extinguió con facilidad.
Nadie logró descifrar aquel enigma. Para los sacerdotes de turno, era evidente que alguien estuvo en el recinto de las asambleas, puesto que en el libro abierto en el atril, habían escrito la misteriosa y terrible pregunta en que tan mal parada quedaba la ley dada por Moisés.
Los fariseos y gentes devotas hicieron un ayuno de siete días, para aplacar la cólera de Jehová por los pecados de los sacerdotes, causa sin duda de aquel desventurado accidente.
Un descanso de dos días en Jerusalén permitió a Jhasua entrevistarse con sus amigos Nicodemus, José, Nicolás y Gamaliel, que eran los dirigentes de la escuela de Divina Sabiduría ya conocida por el lector.
Rubén, esposo de Verónica, la tercera hija de Lia y Marcos, el discípulo de Filón de Alejandría, se habían unido íntimamente a aquellos cuatro desde que trajeron las copias del archivo de Ribla. Eran sólo diez, los afiliados a esta agrupación de buscadores de la Verdad Eterna.
Comprendieron que la pasada borrasca tuvo por causa la indiscreción de algunos, que sin estar por completo despiertos a la responsabilidad que asumían: al afiliarse, no pudieron resistir la hora de la prueba.
También los dirigentes se culparon a sí mismos, de inexperiencia en la recepción de adeptos, que en esta clase de estudios, nada significa el número sino la capacidad intelectual y moral.
Los diez que quedaron después de la persecución sufrida, fueron José de Arimathea, Nicodemus y Andrés de Nicópolis, Rubén de Engedí y Nathaniel de Hebrón, Nicolás de Damasco, Gamaliel (sobrino), José Aar Saba, Santiago Aberroes y Marcos de Bethel.
Todos ellos de ciudades vecinas a Jerusalén, pero radicados en la vieja ciudad de los Reyes, tenían la creencia que de ella debía surgir la luz de la Verdad Divina para todo el mundo. Eran asimismo, hombres de estudio que estaban al tanto de las doctrinas de Sócrates y Platón sobre Dios y el alma humana, y que mantenían correspondencia con la escuela alejandrina de Filón, y con las escuelas de Tarsis, de donde surgió el apóstol Pablo años más adelante.
A esta creencia suya se debe, el que se empeñaran en mantener allí su escuela de Divina Sabiduría, y arrostraran los riesgos en que debía tenerles necesariamente la vetusta capital, donde imperaba el clero más duro e intransigente que han conocido aquellas edades.
Llamaron a sus reuniones “Kabal”, palabra hebrea que significa convocación. Nuestro Jhasua concurrió al Kabal dos veces antes de pasar a Bethlehem, punto terminal de su viaje.
Uno de los diez ya nombrados mantenía vinculaciones con los grupos de descontentos, que desde los tiempos de las antiguas sublevaciones habían quedado medio ocultos, por temor a las sangrienta» represalias del clero aliado con los Herodes. Era José Aar-Saba, hombre de clara visión del futuro de los pueblos y que aborrecía todo lo que fuera encadenar el pensamiento humano y la libertad de conciencia. Debido a esto, le llamaban el justo, y gozaba de gran prestigio entre las masas de pueblo más despreciadas.
Como por una secreta intuición, comprendió, al conocer personalmente a Jhasua, que sería el hombre capacitado para llevar al pueblo a conseguir el máximun de sus derechos, y le habló sobre el tema.
—Bien puesto es que llevas el nombre de justo —le contestó el joven Maestro— pues veo que tienes el alma herida por las injusticias sociales. Soy demasiado joven para tener la experiencia que es necesaria en esta clase de asuntos, pero te diré !o que pienso sobre el particular.
“Me parece que hay que comenzar por preparar a las masas para reclamar sus derechos con éxito, esto es, instruirlas en la verdadera doctrina del bien y de la justicia.
“El hombre, para ocupar su lugar en el concierto de la vida universal, debe saber en primer lugar quién es, de dónde ha venido y hada dónde va. Debe saber su origen y su destino, lo cual lo llevará a comprender claramente la ley de solidaridad, o sea le necesidad absoluta de unión y armonía entre todos, para conquistar juntos esa estrella mágica que todos anhelamos: la felicidad.
“Esta es la obra que hace en silencio la Fraternidad Esenia, por medio de sus Terapeutas peregrinos que van de casa en casa curando los cuerpos enfermos y las almas afiebradas o decaídas.
“Me figuro, José Aar-Saba, que te debates en medio de innumerables almas consumidas por esta fiebre, o abatidas por el desaliento. Bebes el agua clara y el pan blanco de la Verdad Eterna, constituyéndote en maestro suyo, y harás la obra más grande que puede hacer una inteligencia encarnada sobre la tierra: iluminar el pasaje de las multitudes, para que encuentren su verdadero camino y marchen por él.
“¿Quieres que te dé la clave?
— ¡Eso es lo que quiero, Maestro! —le contestó José con vehemencia.
— ¿Tienen punto de reunión? —volvió a preguntar el Maestro.
—Como los búhos, en las antiguas tumbas que nadie visita, pero más frecuentemente en el sepulcro de David, a poco andar desde la puerta de Sión.
“Han descubierto la entrada a las galerías subterráneas, y allí es el refugio de los perseguidos.
—Quiero ir contigo hoy mismo, pues mañana sigo viaje a Bethlehem.
—Y conmigo —dijo José de Arimathea—. Ya sabes Jhasua mis promesas a tus padres. No puedo faltar a ellas.
—Y las mías —añadió Nicodemus—. Soy también de la partida.
—Bien, somos cuatro —contestó Jhasua—, y entre cuatro veremos más que entre dos.
Al atardecer de ese día y cuando ya comenzaba la quietud en la vetusta ciudad, salieron los cuatro amigos en dirección a la tumba de David, que era un enorme acumulamiento de bloques de piedra sin arte alguno, y ya cubierto de musgo y de hiedra.
Quien lo hizo, no debió tener otra idea fija, que la de construir un sepulcro inmensamente grande y fuerte, capaz de contener toda una dinastía de muertos de la estirpe davídica. Sólo había en la bóveda principal ocho o diez sarcófagos, visibles sólo por una mirilla practicada en la loza que cerraba la entrada a esa cámara. La sala de los embalsamamientos estaba vacía y las galerías contiguas también.
Los candelabros y las lamparillas de aceite, listas para encender, denotaban bien a las claras que aquel enorme panteón, daba entrada más a vivos que a muertos.
Pero esto, a nadie podía extrañar, pues había viudas piadosas que tenían como una devoción la costumbre de alumbrar las tumbas de personajes, cuyo recuerdo permanecía vivo en el pueblo.
Eran además tiempos demasiado agitados y difíciles, para que las autoridades romanas o judías se preocupasen de un antiguo panteón sepulcral, máxime cuando Herodes el ambicioso idumeo, prohibió con severas penas que se reconstruyesen tumbas de los reyes de Israel, hasta tanto que él mandara construir un soberbio panteón de estilo griego para su propia sepultura, a donde serían trasladados los sarcófagos reales.
A pocos pasos de la inmensa mole de rocas y hiedra, les salió al encuentro una ancianita con una cestilla de flores y pequeñas bolsitas blancas con incienso, mirra y áloe. Se acercó a José Aar-Saba que conocía, y haciendo como que le vendía, le dijo:
—No pude avisar a todos, pero hay más de un ciento esperando.
José tomó algunas bolsitas y ramilletes a cambio de unas monedas y luego de observar que nadie andaba por aquel árido y polvoriento camino, se hundió seguido por sus amigos, entre los pesados cortinajes de hiedra que cubrían por completo la tumba.
La puertecita de la galería subterránea se cerró detrás de ellos. Un hombre joven, de franca y noble fisonomía, era quien hizo de portero y Jhasua observó que aquel rostro no le era desconocido, mas no pudo recordar al pronto, dónde podía haberle visto.
Tanto él como sus tres compañeros, iban cubiertos con los mantos color de nogal seco que usaban los Terapeutas peregrinos.
En la sala de los embalsamamientos encontraron una multitud de hombres ancianos y jóvenes, sentados en los estrados de piedra y hasta en los bordes del acueducto seco que atravesaba el recinto funerario.
Una lámpara de aceite y algunos cirios de cera, alumbraban a medias aquella vasta sala de techumbre abovedada, porque las luceras abiertas en lo alto de los muros estaban completamente cubiertas de hiedra y musgos.
La sensibilidad extrema de Jhasua percibió de inmediato como un hálito de pavor, de espanto, de suprema angustia bajo aquellas bóvedas sepulcrales, donde las sombras indecisas y animadas por el rutilar de la llama de los cirios, hacía aparecer un doble de sombra a todos los cuerpos vivos e inertes.
Los grandes cántaros y ánforas que en otros tiempos habrían contenido vino de palmera y los aceites aromáticos; los cubiletes donde se depositaban los utensilios para el lavado de los cadáveres, hasta ser esterilizados debidamente para el embalsamamiento; los caballetes en que se colocaban las tablas cubiertas de blanco lino para las envolturas de estilo, en fin, cuanto objeto allí había, proyectaba una sombra temblorosa sobre el blanco pavimento, dándoles aspecto de vida en aquel antro de silencio y de muerte.
De pie Jhasua en medio de la sala, con su oscuro manto caído ya de sus hombros, y sólo sujeto en su brazo derecho dejando ver la blanca túnica de los maestros Esenios, aparecía como el personaje central de un cuadro de obscuras penumbras, con sólo aquella claridad que atraía todas las miradas.
Su alta y fina silueta, su extremada juventud, la perfección de líneas de aquella cabeza de arcángel y la inteligencia que fluía de su mirada, causaron tal asombro en aquella ansiosa multitud de perseguidos, que se hizo un silencio profundo.
José Aar-Saba, lo interrumpió con estas palabras:
—He cumplido mi palabra amigos míos, como debe cumplirla todo hombre sincero que lucha por un ideal de justicia y de libertad. Aquí tenéis al hombre de que os había hablado. Sé que os asombra su extremada juventud, sinónimo de inexperiencia en las luchas de la vida.
“Estamos reunidos en la tumba de David, vencedor de Goliath cuando apenas había salido de la adolescencia, y coronado rey mientras apacentaba los corderillos de su majada. Esta coincidencia no buscada, puede ser una promesa para nuestro pueblo vejado y perseguido por usurpadores y negociantes; vestidos de púrpuras sacerdotales o de púrpuras reales.
“Vosotros decidiréis.
El hombre que les abrió la entrada, se destacó de en medio de aquella silenciosa multitud y acercándose a Jhasua rodeado por sus tres amigos, le observó por unos momentos.
—Estos dos son doctores de Israel —dijo aludiendo a José de Arimathea y a Nicodemus— les he oído hablar en el templo y en las sinagogas más notables de la ciudad.
“A este maestro-niño, no le he visto nunca, pero el mirar de esos ojos no miente, porque todo él está diciendo la verdad.
— ¡Viva Samuel Profeta, que dio rey a Israel!
— ¡Que viva y salve a su pueblo!
Fue un grito unánime cuyo eco corrió en prolongado sonido por la sala y galerías contiguas.
Mientras tanto, Jhasua observaba en silencio todas aquellas fisonomías, espejo, para él, de las almas que las animaban.
—No os hagáis ilusiones respecto a mi persona, amigos míos —dijo por fin—. He venido hacia vosotros porque sé que padecéis persecuciones a causa de vuestras ansias de justicia, de libertad y de paz, esa hermosa trilogía, reflejo de la Inteligencia Suprema que gobierna los mundos.
“Mas no creáis que me impulse ambición alguna de ser dirigente de multitudes que reclaman sus derechos ante los poderes civiles, usurpados o no. Soy simplemente un hombre que ama a sus semejantes, porque reconoce en todos ellos a hermanos nacidos de un mismo origen y que caminan hacia un mismo destino: Dios-Amor, justicia, paz y libertad por encima de todas las cosas.
“Las mismas ansias de liberación y de luz que os hace exponer vuestras vidas a cada instante, vive y palpita en mi ser con una fuerza que acaso no sospecháis, no obstante yo vivo en tranquilidad y paz, buscando el bien que anhelo por otro camino que vosotros.
“Vosotros veis vuestro mal, vuestra desgracia, vuestros sufrimientos, surgiendo como animalejos dañinos de un soberano que usurpó el trono de Israel, y su horrible latrocinio quedó en herencia a sus descendientes; los veis en el poderío romano, cuyas ansias de conquista le atrajo hacia estas tierras, como a la mayoría de los países que forman la civilización actual. Pero vuestro verdadero mal no está en todo eso, según el prisma por el cual yo contemplo la situación de los pueblos, sino en el atraso intelectual y moral en que los pueblos viven, preocupados solamente de acrecentar sus bienes materiales y dar así a su cuerpo de carne, la vida más cómoda y halagüeña que puede imaginarse.
“Son muy pocos los que llegan a pensar, en que el principio inteligente que anima los cuerpos, tiene también sus derechos a la verdad y a la luz, y nadie se los da, antes al contrario, se busca el modo de que no los conquiste jamás.
“¿No habéis pensado nunca en que la ignorancia es la madre de toda esclavitud? Pensadlo ahora y poned todo vuestro esfuerzo en luchar contra la ignorancia en que vive la mayoría de la humanidad y habréis puesto al hombre en el camino de conseguir los derechos que con justicia reclama. Bien veis que, todas las rebeliones, los clamores, los tumultos, no han hecho más que aumentar la nómina de vuestros compañeros sacrificados al hacha de los poderosos, sin que hayáis conseguido dar un paso hacia la justicia y la libertad.
“Ni en las sinagogas, ni en el templo, se pone sobre la mesa el pan blanco de la Verdad Divina. Debe cada cual buscarlo por sí mismo y ponerlo en su propia mesa, al calor santo del hogar, de la familia, como el maná celestial caído en el desierto y que cada cual recogía para sí.
“¿Cuántos sois vosotros?
_ ¡Ciento treinta y dos!… —se oyeron varias voces.
—Bien; son ciento treinta y dos hogares hebreos o no hebreos, que comerán el pan de la Verdad y beberán el agua del Conocimiento Divino que forma los hombres fuertes, justos y libres, con la santa libertad del Dios Creador que los hizo a todos iguales, llevando en sí mismos, los poderes necesarios para cumplir su cometido en la tierra.
“¿De qué, y por qué viven los tiranos, los déspotas, los opresores de los pueblos? De la ambición de unos pocos, y de la ignorancia de todos.
“Demos al hombre de la actualidad, la lámpara de la Verdad Eterna encendida por el Creador para todas las almas, y haremos imposibles las tiranías, los despotismos, abortos nefandos de las fuerzas del mal, predominante por la ignorancia de las multitudes.
— ¡Pero decid Maestro!… ¿quién nos sacará de la ignorancia, si en el templo y en las sinagogas se esconde la verdad? —preguntó la voz del hombre que les abrió la puerta al entrar.
—Yo soy un portavoz de la Verdad Eterna —contestó Jhasua—, y como yo, están aquí estos amigos que lo son también y al lado de ellos, otros muchos.
“¿Os reunís en el panteón sepulcral del rey David para desahogaros mutuamente de vuestros anhelos, rotos en pedazos por la prepotencia de los dominadores? Continuad reunidos para encender la lámpara de la Divina Sabiduría, y prepararos así a las grandes conquistas de la justicia y de la libertad.
Un aplauso unánime indicó a Jhasua que las almas habían despertado de su letargo.
— ¿Quién sois?… ¿quién sois? —gritaban en todos los tonos.
—Me llamo Jhasua, soy hijo de un artesano; estudié la Divina Sabiduría desde niño; soy feliz por mis conquistas en el sendero de la verdad, y por eso os invito a recorrerlo, en la seguridad de que os llevará a la paz, a la justicia y a la libertad.
De todo esto resultó que formaron allí mismo una alianza que se llamó “Justicia y Libertad” bajo la dirección de un triunvirato formado por José Aar-Saba, José de Arimathea y Al-Jacub de Filadelfia, el portero que abrió la galería secreta del sepulcro de David.
Este hizo un aparte con Jhasua.
—Habéis hablado como un iluminado —dijo— y habéis mencionado que representamos ciento treinta y dos hogares; pero es el caso que la mayoría de nosotros no tiene un hogar.
— ¿Quién os impide tenerlo? —preguntó Jhasua.
—La injusticia de los poderosos. Yo soy yerno del rey de Arabia, casado con una de sus numerosas hijas… tengo un hijito que ahora debe tener diez años…
La voz del relator pareció temblar de emoción y sus ojos se humedecieron de llanto.
— ¡Nada sé de él! —continuó— porque la prepotencia de mi suegro quiso poner cadenas hasta en mi libertad de pensar. Aunque nací hijo de padres árabes, mis ideas no tienen raza ni suelo natal, porque son hijas de mí mismo, y no podía aceptar imposiciones arbitrarias dentro de mi mundo interno.
“Para salvar la vida, me vi obligado a huir donde la familia de mi esposa no supiera jamás de mí.
Ante esta confidencia, en la mente lúcida de Jhasua se reflejó el niño Ibraín, hijo de la princesa árabe Zaida, que él curó en Jericó de la fiebre infecciosa que lo consumía.
— ¿Tu esposa se llama Zaida y tu hijo Ibraín? —le preguntó.
— ¡Justamente!… ¿cómo lo sabéis? ¿Les conocéis acaso?
El joven Maestro le refirió cuanto había ocurrido en Jericó.
Aquel hombre no pudo contenerse y abrazó a Jhasua como si un torrente de ternura largo tiempo contenido, se desbordara de pronto.
— ¡Gracias, gracias!… Profeta, ¡qué Dios te bendiga!
—Creo que el hogar tuyo, puedo ayudarte a reconstruirlo —le dijo Jhasua conmovido profundamente.
“Vete a Jericó a casa de mis tíos Andrés y Benjamín apellidados del olivar, debido al cultivo del olivar que poseen y del cual viven. Encargada a ellos quedó tu esposa y tu hijo, hasta que se arregle su propia morada.
“Di a mis hijos “que te manda Jhasua su sobrino”, al que has encontrado en Jerusalén. Guarda silencio sobre cuanto ha ocurrido aquí en la tumba de David.
En pos de Al-Jacub de Filadelfia, fueron acercándose muchos otros de los allí congregados y Jhasua vio con inmenso dolor que la mayoría de ellos habían sido víctimas en una forma o en otra de las arbitrariedades, atropellos e injusticias de los dirigentes de pueblo.
Los unos víctimas de los esbirros o cortesanos de Herodes el idumeo, o de sus hijos, herederos de todos los vicios del padre. Los otros habían sido atropellados en sus derechos de hombres, por el alto clero de Jerusalén, o por hombres poderosos de la numerosa secta de fariseos. Otros se veían perseguidos por las fuerzas dependientes del procurador romano, representante del César en la Palestina. Algunos habían cometido asesinatos impremeditados, en defensa de la propia vida, cuando sus familias y sus posiciones fueron asaltadas como rebaño por lobos hambrientos.
Uno de aquellos hombres, llamado Judas de Kerioth se acercó también. Era de los más jóvenes, y refirió a Jhasua cómo sus dos únicas hermanas le fueron sacrificadas a la lascivia de un legionario. Su padre murió por las heridas recibidas en defensa de sus hijas. Su madre falleció pocos días después a consecuencia del horrible suceso. Estaba él solo en el mundo.
Jhasua, herido en su sensibilidad, en sus sentimientos más íntimos de hombre justo y noble, se dejó caer sin fuerzas sobre un estrado y cerró los ojos como para aislarse de aquellas visiones de espanto, y a la vez recobrar las energías perdidas en aquel desfile de horrores sufridos por corazones humanos, por criaturas de Dios, despedazados y deshechos por otros seres humanos… ¡también criaturas de Dios!
Este Judas de Kerioth, cuyo relato colmó la medida de la angustia que el corazón de Jhasua podía soportar, fue años más tarde el apóstol Judas, cuyo defecto dominante, los celos, le llevaron a señalar a los esbirros del pontífice Caifás el refugio de su Maestro en el huerto de Gethsemani. Quizá la innoble acción de Judas llamado el traidor tuvo su origen en el horrible drama de su juventud, que le despojó de todos los afectos legítimos que puede tener un hombre, como alimento y estímulo de su vida interior. Su carácter agriado se tornó receloso y desconfiado; se enamoró apasionadamente de Jhasua y no le sufrió el corazón, ver su gran predilección por Juan, el discípulo adolescente…
Comprendo lectores amigos, que he anticipado acontecimientos, debido a mi deseo de haceros comprender hasta qué punto las injusticias de los poderosos, llevan el desquicio a las almas débiles, incapaces de soportar con altura la vejación de sus derechos de hombres.
Destruyen los cuerpos y las vidas, dejando las almas atrofiadas, enloquecidas, enfermas, y predispuestas para los más dolorosos extravíos morales…
Los amigos íntimos de Jhasua le rodearon al verle así pálido y agotado. Fue sólo un momento. La reacción vino de inmediato en aquella hermosa naturaleza, dócil siempre al gran espíritu que le animaba.
Se levantó de nuevo y con una voz clara y dulce dijo con gran firmeza:
—Amigos, os doy a todos un gran abrazo de hermano, porque siento en mi propio corazón todos vuestros dolores. Mas, no busquéis en la violencia la satisfacción de vuestros anhelos, porque sería colocaros al mismo nivel de aquellos, contra cuyas injusticias lucháis.
“Haceos superiores a los adversarios por la grandeza moral, que se conquista acercándose el hombre al Dios-Amor que le dio vida, y cuanto bello y bueno tiene la vida.
“Volveré a encontraros en este mismo lugar, y no me apartaré de vosotros, mientras vosotros queráis permanecer a mi lado.
La noche había avanzado notablemente y Jhasua se retiró seguido por sus amigos, mientras aquellos ciento treinta y dos hombres, después de largos comentarios, fueron saliendo en pequeños grupos de dos o tres para no llamar demasiado la atención de los guardias de la ciudad.
Algunos no tenían otro techo ni otro hogar que aquel viejo panteón sepulcral, cuya existencia de siglos habría visto desfilar innumerables generaciones de perseguidos.
Entre éstos estaba el esposo de Zaida, la princesa árabe. Ella no imaginaba quizá, que el Profeta-médico, salvador de su hijo moribundo, le devolvería también vivo, el amor del hombre al que había unido su vida.
¡Para el inmenso amor del Hombre-Dios por la humanidad, no era prodigio sino ley, devolver la vitalidad a los cuerpos, la energía y la esperanza a las almas!
A la mañana siguiente salieron, los ya escasos viajeros, pues la mayoría de la caravana quedaba en Jerusalén.
Bethlehem está a media jornada escasa de Jerusalén, y el camino corría paralelo al acueducto que iba desde Jerusalén a los llamados Estanques de Salomón.
Grises peñascales a un lado y otro del camino, daban árido y entristecido aspecto a aquellos parajes, máxime cuando el invierno pone en los campos sus escarchas y sus nieves.
El viajero no encuentra belleza alguna para solaz del espíritu contemplativo, que se encierra en sí mismo a buscar en las actividades de su mundo interno, las bellezas que no encuentra al exterior.
Aquellos peñascales llenos de grutas sepulcrales cubiertos de enma­rañados zarzales y secos arbustos, era en general la angustia del viajero que hasta Beersheba debían recorrerlo forzosamente.
Sólo para Jhasua, ungido del Amor Eterno, aquel camino ofrecía un gran interés. La proximidad de la Piscina de Siloé, poblaba aquellas grutas de enfermos de todas clases, a los fines de acudir a las aguas que llamaban milagrosas, cuando el viento cálido del desierto las agitaba y removía.
La tradición antigua a este respecto decía que un ángel bajaba de los cielos a agitar las aguas que en una hora precisa, se tornaban curativas de todas las enfermedades. Tal era la creencia vulgar de aquel tiempo.
El hecho real era, que aquellos remansos que siglos atrás fueron muy profundos, eran alimentados en épocas determinadas por una subterránea filtración, que venía desde los grandes peñascales del Mar Muerto, donde en épocas muy remotas existían volcanes en erupción. Se habían apagado al exterior, pero en las profundidades de las montañas, continuaban su vida ígnea, que desahogaban su enorme caloría, por aquella filtración de agua subterránea que iba a estancarse en la Piscina de Siloé. Al recibir el torbellino de aguas hirvientes que desde las entrañas de la roca ígnea, venían con espantosa fuerza, las aguas de la superficie se agitaban naturalmente ante la mirada atónita de las gentes.
Es bien sabido que las aguas termales son curativas para muchas enfermedades.
Tal era la razón, de que los peñascales grises y áridos de aquel camino, estuviesen siempre poblados de enfermos de toda especie.
Los Terapeutas peregrinos, sin pretender luchar con el fanatismo de las gentes que veían “Un ángel de Dios en la agitación de las aguas”, se ocupaban piadosamente de ayudar a los enfermos a entrar a las aguas medicinales cuando aparecían agitadas, que era cuando tenían más subida temperatura.
Los enfermos, que aparte de serlo, sufrían también abandono y miseria, salían de ordinario al paso de la caravana en busca de piedad de los viajeros.
Jhasua vio aquella turba doliente que se arrastraba entre los zarzales y los barrancos, y su corazón se estremeció de angustia hasta el punto de quedar paralizado el asno que lo llevaba, porque le sujetó por la brida.
— ¿Te detienes Jhasua? —le preguntó su padre. El Maestro le miró con sus grandes ojos claros inundados de llanto, y los volvió nuevamente a los enfermos que se acercaban.
Joseph comprendió y se detuvo también. Los otros viajeros continuaron la marcha.
Muchas manos extendidas y temblorosas tocaban casi las cabalgaduras.
Mientras Myriam y Joseph repartían unas monedas, Jhasua les miraba en silencio. Su pensamiento les envolvía, por completo.
— ¿Venís a la espera del ángel que removerá las aguas? —les preguntó.
—Sí señor viajero, pero esta vez tarda mucho —le contestaron.
—El Señor de los cielos y de la tierra, tiene la salud de los hombres en su mano, y la da a quienes le aman, con ángel o sin ángel que remueva las aguas… —dijo el Maestro.
“Entrad a la Piscina ahora mismo y decid: “¡Padre Nuestro que estás en los cielos! ¡Por tu amor quiero ser curado del mal que me aqueja!” Yo os aseguro que estaréis sanos a la hora nona.
—Y vos, ¿quién sois?… preguntaron.
—Pensad que soy el ángel del Señor que esperáis y que se os presenta en carne y hueso para deciros: ¡El Señor quiere que seáis sanos!
Y siguió su viaje, dejando a aquellas pobres gentes con una llamarada de esperanza en el alma.
El lector ya comprenderá que a la hora indicada por Jhasua, todos aquellos enfermos estaban libres de sus dolencias.
Poco después nuestros viajeros entregaban las cabalgaduras a la caravana, y entraban a Bethlehem, donde eran esperados por Elcana, Sara y los tres amigos Alfeo, Josías y Eleazar, por encima de cuya firme amistad habían pasado veinte años desde la noche gloriosa en que el Verbo de Dios llegó a la vida física.
Sus familias rejuvenecidas en los nietos ya adolescentes y jovenzuelos, parecían un pequeño vergel de flores nuevas que rodeaban a los vetustos cedros, bajo cuya sombra se amparaban.
El mayor de todos ellos, Elcana estaba aún fuerte y vigoroso, como si aquellos veinte años no hicieran peso alguno en su organismo físico. Tenía en su hogar una parejita de nietos de diez y seis y diez y ocho años de edad: Sarai y Elcanin. Eran los nombres de los abuelos transformados en diminutivo.
Alfeo tenía consigo tres nietos varones, y había recogido además una hermana viuda, Ruth, para que le hiciera de ama de casa, pues recordará el lector que era viudo.
Josías, viudo también, tenía a su lado una nietecilla de doce años, Elizabeth, una prima anciana, que tenía dos hijos y una hijo.
Y por fin Eleazar, el de la numerosa familia, con varios de sus hijos ya casados y ausentes, sólo tenía a su lado al menor, Efraín, dos años mayor que Jhasua, y una hermana viuda con dos hijos de ocho y diez años.
Tal era el grupo de familiares y amigos que esperaban a los viajeros en la vieja ciudad de David.
¡Cuántos recuerdos tejieron filigrana en la mente de los que, veinte años atrás, estuvieron íntimamente unidos en torno al Niño-Luz que llegaba!
Dejamos a la ardiente imaginación del lector, la tarea muy grata por cierto, de adivinar las conversaciones, y el largo y minucioso noticiario que se desarrolló en la gran cocina-comedor de Elcana, al calor de aquella hoguera alimentada con gruesos troncos, allí mismo donde en la gloriosa noche aquella, habían bebido juntos el vino de la alianza, mientras el recién nacido dormía en el regazo materno, su primer sueño de encarnado.
Jhasua se les aparecía ahora a sus veinte años, como una visión de triunfo, de gloria, de santa esperanza.
Su aureola de Profeta, de Maestro, de Taumaturgo, casi les deslumbraba. Sabían toda su vida, habían seguido a distancia todos sus pasos, guiados siempre por la piedad y la justicia para todos. Era un justo que encerraba en sí mismo, los más hermosos poderes divinos. Era un Profeta. Era un Maestro. Era la Misericordia de Dios hecha hombre. Era su Amor Eterno hecho corazón de carne, que se identificaba con todos los dolores humanos.
Y éste gran ser había nacido entre ellos, y ahora le tenían nuevamente al cumplir sus veinte años de vida terrestre.
Solo sintiendo en alma propia las profundas convicciones que ellos sentían, podemos comprender las emociones profundas, el delirante entusiasmo y amor que debieron sentir aquellas buenas familias betlemitas junto a Jhasua, al volver a verle en medio de ellos a los veinte años de su vida.
Visitó las sinagogas que eran cuatro y en ellas no encontró lo que su alma buscaba. La letra muerta de los libros sagrados, aparecían como el cauce seco de un antiguo río. Faltaba luz, fuego; faltaba alma en aquellos fríos centros de cultura religiosa y civil.
Los oradores hablaban con ese miedo propio de un pueblo invadido por un poder extraño. Ajustaban sus disertaciones a los textos que menos se prestaban para los grandes vuelos de las almas. ¡Siempre el Jehová colérico, fulminando a sus imperfectas criaturas y conminándolas con terribles amenazas al cumplimiento del deber!
— ¿Y el Amor del Dios que yo siento en mí mismo?, ¿dónde está? —preguntaba Jhasua dialogando consigo mismo.
Y desesperanzado, desilusionado, salía al campo a buscar entre la aridez de los peñascos cubiertos de seca hojarasca, el amor inefable del Padre Universal.
En la misma tarde del día que llegó a Bethlehem, cuando él volvía de su visita a las sinagogas, se encontró con una agradable sorpresa; la llegada de un Esenio del Monte Quarantana que venía de paso para Sevthópolis, a incorporarse al pequeño grupo que había quedado en aquel santuario recientemente restaurado.
La casa de Elcana era como el hogar propio, donde los solitarios encontraban siempre, junto con el afable hospedaje, las noticias más re­cientes del Mesías y de sus obras apostólicas.
La situación misma de la casa de Elcana, muy cerca a la explanada donde entraban las caravanas, y cuyo inmenso huerto de olivos y nogales, llegaba hasta el camino, la hacía el lugar más apropiado para reuniones de personas que no deseaban llamar la atención.
El Esenio recién llegado era samaritano de origen, gran amigo del Servidor del Santuario devastado, y los solitarios del Quarantana lo enviaron como contribución viva a su restauración.
El encuentro inesperado, los hizo felices a entrambos. Desde los doce años de Jhasua no se habían visto. ¡Y habían ocurrido tantas cosas!
Una larga confidencia entre ambos, hizo comprender a Jhasua hasta qué punto, la Fraternidad Esenia secundaba la Idea Divina, hecha ley de amor para esa hora de la humanidad.
Este Esenio cuyo nombre era Isaac de Sichar, llevaba a la Palestina, la misión de transmitir a los Santuarios y a los Esenios diseminados en familias, un mensaje de los Setenta Ancianos de Moab.
Lo habían recibido en Monte Nebo, en la gruta sepulcral de Moisés, en el último aniversario del día que el gran vidente recibió por divina inspiración los Diez Mandamientos de la Ley Eterna para la humanidad terrestre.
Siendo así que Elcana, Sara y los tres amigos Josías, Alfeo y Eleazar eran Esenios de grado tercero; que estaban presentes Myriam y Joseph, que lo eran también y con la presencia material del Hombre-Luz, nada más justo que iniciar en Bethlehem el cumplimiento de aquella misión.
El anuncio pasó discretamente por los hogares Esenios de la ciudad, para que al anochecer acudiesen los jefes de familia a la casa de Elcana a escuchar el mensaje de los Setenta.
El gran cenáculo apareció lleno de dos filas, alrededor de la larga mesa de encina cubierta del tapiz de púrpura que sólo aparecía en las grandes solemnidades de la casa de Elcana, considerado como un hermano mayor entre los Esenios bethlemitas.
Lo que era Joseph en Nazareth, era Elcana en Bethlehem: el hombre justo y prudente, cuya clara comprensión y dotes persuasivos sabían encontrar una solución pacífica y noble a todas las situaciones difíciles, que le eran consultadas por sus hermanos de ideales.
Reunidos, pues, en su cenáculo cuarenta y dos Esenios jefes de familias, se inició la asamblea con la lectura del capítulo V del Deuteronomio, donde Moisés recuerda al pueblo hebreo el mensaje de Jehová: los Diez Mandamientos eternos que forman la Ley.
Esta lectura la hizo Jhasua por indicación de Isaac, que inmediatamente después les dirigió estas breves palabras:
—Os hemos reunido aquí, para que escuchéis un mensaje de los Setenta Ancianos de Moab, a cuyo retiro llegan los ecos de las luchas y dolores de este pueblo escogido por Dios, para la gran manifestación de su amor en esta hora de la humanidad.
“Oídlo, pues: “A nuestros hermanos de la Tierra de Promisión, paz y Salud.
“Nuestro Dios, Padre Universal de todo lo creado, nos ha hecho llegar por celestial mensajero, su divina voluntad en esta hora solemne y difícil que atravesamos.
“La Eterna Inteligencia designó a nuestro pueblo, habitante de este país para ser en esta hora la casa nativa de su Enviado Divino, de su Verbo Eterno, Instructor de esta humanidad! Designación honrosa sobre manera, y a la cual debemos responder con una voluntad amplia, clara y precisa, sin claudicaciones de ninguna especie, si no queremos atraer sobre nosotros las consecuencias terribles para muchos siglos, que nos traería la disociación con la Eterna Idea.
“El gran templo espiritual formado en esta hora con los pensamientos de amor de todos los que conocemos el gran secreto de Dios, está conmoviéndose por falta de perfecta unidad entre todas las almas, y este gravísimo mal debe ser remediado de inmediato antes que venga un derrumbamiento parcial, que pondría en peligro el equilibrio de la vida física y de la obra espiritual del gran Enviado que está entre nosotros.
“Los componentes de este gran templo espiritual, somos los miembros todos de la Fraternidad Esenia, de los cuales deben estar muy lejos todas las tempestades promovidas por el choque de las pasiones humanas, puestas en actividad por las ambiciones de poder, de oro, de grandeza y de dominación.
“El trabajo honrado, el estudio, la oración y la misericordia, son las únicas actividades permitidas al esenio consciente de su deber, en esta hora solemne que atraviesa la humanidad.
“Cuidad, pues, que vuestro espíritu generador de vuestros pensamientos, no dé entrada en sí mismo, a los odios que nacen naturalmente en las almas que participan de las luchas por conquistar los poderes y grandezas humanas. Si así no lo hiciereis, sabed que perjudicáis inmensamente a la realización de la Idea Divina en medio de nosotros, y que toda demora, todo atraso y desequilibrio que por esa causa pueda venir, vosotros seréis los responsables, y sobre vosotros caerán las consecuencias para muchas edades futuras.
“Pensad que al ingresar a la Fraternidad Esenia, habéis dejado de ser turbamulta ciega e inconsciente. Se os ha dado una lámpara encendida, y no podéis alegar que vais a obscuras por vuestro camino. Pensad, que por el amor se salvará la humanidad, y no deis cabida en vosotros al odio, contra unos u otros de los que luchan por la conquista de los poderes y grandezas humanas. Son como perrillos que pelean por roer un mismo hueso, y no sois vosotros quienes podréis ponerlos de acuerdo. Dios-Padre hará surgir a su hora, quien lleve a la humanidad ciega, hacia su verdadera grandeza.
“Dos corrientes contrarias avanzan a disputarse el dominio de las almas: la material y la espiritual. La primera dice: el fin justifica los medios, y no se detiene ni ante los más espantosos crímenes para conseguir el éxito.
“La segunda dice: el bien por el bien mismo, y dándose con amor que no espera recompensa, busca el triunfo por la paz y la justicia, pero nunca por la violencia.
La Fraternidad Esenia está, bien lo comprenderéis, en la corriente espiritual que busca el triunfo de la Verdad y del Amor entre los hombres, en primer término, entre los que convivimos en el país elegido por la Eterna Ley, para hospedar en su seno al Verbo encarnado.
“Hermanos Esenios de la hora solemne, que vio al Cristo Divino formando parte de esta humanidad, despertad a vuestro deber, y no derrumbéis con vuestra inconciencia, el templo espiritual cuya edificación ha costado muchos siglos de vida oculta entre las rocas a los profetas hijos de Moisés.
“Sabed ser más grandes, que los que buscan serlo por el triunfo de sus ambiciones y de su soberbia, tenebroso camino, al final del cual se encuentra el abismo sin salida. Recogidos en vuestro mundo interno, consagrados al trabajo honrado y santo que os dan el pan, a las obras de misericordia en que florece el amor de los que saben amar, a la oración, que es estudio de las obras de Dios y unificación con El, descansad en paz y no alteréis vuestros pensamientos, ni manchéis con lodo vuestra túnica, ni con sangre vuestras manos. Sólo así habitará el Señor en vuestra morada interna, y El será vuestro guardián, vuestra abundancia, salud y bien para todos los días de vuestra vida, y para los que dejéis en pos de vosotros después de vuestra vida.
“Que la luz de la Divina Sabiduría os lleve a comprender las palabras que os dirigen con amor vuestros hermanos.
“Los Setenta Ancianos de Moab”.
Un gran silencio llenaba el cenáculo de la casa de Elcana, a la terminación del mensaje de los Setenta.
Cada uno de los que lo escucharon llamó a cuentas a su propia conciencia y algunos se encontraron culpables de haber participado indirectamente en las luchas por conquistar sitios estratégicos, donde otros podían recoger oro y placeres y más, de haber dado cabida en sí mismos a pensamientos de odios en contra de los que habían llevado al pueblo hebreo a la triste situación en que se encontraba: dominación romana que le exigía pesados tributos; dominación de reyezuelos extranjeros usurpadores del gobierno en contra de la voluntad popular; dominación de un clero ambicioso y sensualista, que había hecho un mercado de las cosas de Dios y de su templo de oración.
¡Qué gran purificación debieron tener los Esenios de aquella hora, para hacerse superiores a las corrientes de aversión y de odio en contra de tal estado de cosas! Pero ese odio, justificado hasta cierto punto, entorpecía la cooperación espiritual en la obra de redención humana del gran Misionero de la Verdad y del Amor, y los Setenta reclamaban por este entorpecimiento, que podía traer desequilibrios presentes y grandes males para el futuro.
Pasado este gran silencio en que las almas se habían sumido, como si hubieran sido llamadas al supremo tribunal de Dios, Isaac de Sichar el esenio mensajero de los Setenta, invitó a Jhasua a que expusiera su pensamiento a la vista de sus hermanos, a fin de que les sirviera de orientación en esa hora de perturbaciones ideológicas y sociales. Y el joven Maestro se expresó así:
—Creo que aún no es llegada la hora de que yo me presente a mis hermanos como un Maestro, pues que aún estoy aprendiendo a conocer a Dios y a las almas, creaciones suyas. ¡Me falta aún tanto por saber! Fecundos fueron estos veinte años de vida, debido a la abnegación y sabiduría de mis maestros Esenios, y a la solicitud infatigable de todos los que me han amado; pero ya que tanto lo deseáis, os expondré mis puntos de vista en los actuales momentos:
“El hombre dado a la vida del espíritu con preferencia a la de la materia, debe mirar todos los acontecimientos como mira un maestro de alta enseñanza a los niños que comienzan su aprendizaje. Les ve obrar mal en pequeñas o grandes equivocaciones. Les ve darse golpes o trabarse en luchas por la conquista de un juguete, de una golosina, de un pajarillo que morirá en sus manos, de un objeto cualquiera que le entusiasma por un momento y que luego desprecia porque su anhelo se ha fijado en otro mejor. Pero su yo interno permanece sereno, inalterable, sin permitir que encarne en él la ardorosa pasión, madre de odios infecundos y destructores.
“Bien veo que en nuestro pueblo fermenta sordamente un odio concentrado contra la dominación romana, contra reyes ilegítimos, contra un sacerdocio sin más ideales, que el comercio vil de las cosas sagradas. Tan grandes y dolorosos males, son simples consecuencias de la ignorancia en que se ha mantenido a este pueblo, como a la mayoría de los pueblos de la actual civilización.
“Una fue la enseñanza de Moisés y de los Profetas, y otra muy diferente se dio como orientación a los pueblos.
“Moisés dijo: “Amarás al Señor Dios tuyo, por encima de todas las cosas, y al prójimo como a ti mismo”. Y el pueblo ve que en los atrios mismos del templo se ama el oro y el poder, por encima de todas las cosas; que se castiga con penas y torturas terribles a los acusados de faltas en que incurren a diario, los que se hacen jueces de sus hermanos indefensos; que los poderosos mandatarios viven en un festín eterno, y el pueblo que riega la tierra con el sudor de su frente, carece hasta del pan y la lumbre bajo su mísero techo.
“Moisés dijo en su inspirada ley: “No matarás, no hurtarás, no cometerán adulterio”, y el pueblo ve que los poderosos mandatarios, asesinan a todo el que estorba en su camino, hurtan por ruines y engañosos medios, todo aquello que excita su avaricia y destruyen los hogares, arrebatando traidoramente la esposa compañera fiel.
“¿Quién contiene al torrente que se desborda desde la cima de altas montañas? El pueblo se hizo eco de las falsas acusaciones de los ambiciosos y libertinos contra los Profetas, que le hablaban en nombre de la Eterna Ley de amor y justicia, y acalló sus voces, entregándolos a la muerte en medio de crueles suplicios. Ahora el pueblo paga las consecuencias de su ignorancia, y de sus odios inconscientes.
“Veo la sabiduría más alta en el mensaje de los Setenta que acabáis de escuchar. No hemos de sacrificar inútilmente la paz que goza todo hombre de bien, todo esenio consciente de su deber, a la idea de que mezclándose a las luchas sórdidas y apasionadas de la turbamulta, pueda conseguirse de inmediato la transformación de este doloroso estado actual.
“Destruir la ignorancia respecto de Dios y de sus relaciones con sus criaturas, es !a obra que realiza en secreto la Fraternidad Esenia, y nuestro deber es secundarla en su labor misionera encendiendo la lámpara del divino conocimiento, o sea la ciencia sublime y eterna de Dios en relación directa con el alma humana.
“Padres, madres, jefes de familia, haced de vuestros hogares, santuarios de la verdad, del bien, del amor y de la justicia, sin más códigos ni ordenanzas que los diez mandatos divinos que trajo Moisés a esta tierra, y será como la marca indeleble puesta en vuestra puerta, que quedará cerrada a todos los males, y dolores que afligen a la humanidad.
“Tomad mis palabras pronunciadas con el alma saliendo a mis labios, no como de un Maestro que os enseña, sino como de un joven aprendiz que ha vislumbrado la eterna belleza de la Idea Divina, en las penumbras apacibles de los santuarios de rocas, bajo los cuales se cobijan los verdaderos discípulos de Moisés”.
— ¡Habló como un Profeta!… ¡Habló como un iluminado!… —se oyeron varias voces rompiendo el silencio.
—Habló como el que es —dijo solemnemente Isaac de Sichar—: como el Enviado Divino para esta hora de la humanidad. ¡Alma de luz y de amor!.. . ¡Qué Dios te bendiga como lo hago yo, en nombre de los Setenta Ancianos de Moab!
— ¡Gracias, maestro Isaac! —dijo emocionado Jhasua y fue a ocupar su sitio al lado de sus padres.
Vio que su madre lloraba silenciosamente.
— ¿Te hice daño madre con mis palabras? —le preguntó tiernamente.
—No hijo mío, tú no puedes hacerme nunca daño —le contestó ella.
“Pero mientras tú hablas, en mi mente se formó como un arrebol de luz donde te vi rodeado por todos nuestros antiguos Profetas que fueron sacrificados como corderos por los mismos a quienes enseñaron el bien, la justicia y el amor.
“¡Hijo mío!… un día te dije que para matar mi egoísmo de madre, te entregaba al dolor de la humanidad. ¡No sé por qué en este momento he sentido muy hondo el dolor de este sacrificio!”… tal como si lo viera realizarse de terrible manera…
—Dios Padre, se nos da a cada instante en todos los dones y bellezas de su creación universal; y nosotros cuando pensamos darle algo, nos atormentamos anticipadamente, aun sin la certeza de que El acepte o no, nuestra dádiva. ¿Por qué crear dolores imaginarios, cuando la paz, la alegría y el amor florecen en torno nuestro?
—Tienes razón Jhasua… perdóname. Mi amor te engrandece tanto ante mí misma, que me lleno de temores por ti.
Los concurrentes comenzaron a retirarse cuando era ya bastante entrada la noche.
Bethlehem quieta y silenciosa como de costumbre, dormía bajo la nieve iluminada por la luna, que veinte años atrás, cuando los clarividentes que velaban espiando la conjunción de los astros anunciadores, oyeron voces no humanas cerniéndose como polvo de luz en el éter, que cantaban en un concierto inmortal:
“GLORIA A DIOS EN LO MAS ALTO DE LOS CIELOS Y PAZ EN LA TIERRA A LOS HOMBRES DE BUENA VOLUNTAD”