La muerte empieza en el colon
· Publicado por Juan Martín Gonzalez el
enero 19, 2013 a las 9:33 am
El hijo de uno de mis mejores amigos vive agobiado
por todo tipo de enfermedades: alergia, asma, eccema diarreas, estreñimiento... Y además va de
infección en infección.
Sus
padres le han eliminado de la dieta la leche, el gluten, los embutidos, los
huevos… pero no le ha servido de nada.
Resulta
que el niño nació por cesárea.
Cuando
me lo dijo, no lo dudé ni un segundo. Enseguida pensé: “Flora intestinal”.
“La
muerte empieza en el colon”
Si tenemos un tubo digestivo mal cuidado, poblado de bacterias y
hongos oportunistas y patógenos (en particular, Candida albicans) y contaminado
por alimentos mal digeridos, corremos el riesgo de que se quede atascado por
materia fecal tóxica. Esta situación puede provocar desequilibrios y trastornos
de distinta gravedad.
En concreto, se puede sufrir estreñimiento habitual, gases,
diarreas, inflamaciones de distinta índole, alteraciones en la piel, cambios de
humor o enfermedades más graves, como una colopatía funcional, una diarrea
sangrante e incluso cáncer de colon.
Al hacer una autopsia, es fácil comprobar si el colon de la
persona fallecida se encontraba muy atascado por excrementos. Es el origen del
dicho: “la muerte empieza en el colon”.
Un intestino sucio conlleva el riesgo de tener un sistema
inmunitario deficiente. Se es más vulnerable ante enfermedades infecciosas e
inflamatorias relacionadas con el aparato digestivo, respiratorio, urogenital,
etc.
Además, tener el colon “enfermo” también es un factor
desencadenante de trastornos emocionales. Poca gente lo sabe, ni siquiera todos los médicos, pero las células del
intestino producen el 80% de la hormona del buen humor (la serotonina) que se encuentra en el cuerpo.
De alguna manera, el intestino es nuestro “segundo cerebro”, así
que tenemos que cuidarlo muy bien.
Cuidar
el tubo digestivo
En internet se puede encontrar una gran oferta de productos, más
o menos fiables, que sirven para limpiar el tubo digestivo. Pero el intestino
no es ni una chimenea que haya que deshollinar, ni una tubería que haya que
desatascar. De hecho, es más delicado, y a la vez mucho más sencillo.
Por lo general no deberíamos hacer nada. La madre naturaleza lo
ha previsto ya todo: un ejército de miles de millones de microorganismos que
pueblan el colon (el último tramo del intestino, justo antes del recto), que
día y noche lo protegen y limpian impidiendo que las bacterias y levaduras
dañinas se desarrollen e invadan la zona.
Los microbios del intestino son muy numerosos; hay hasta cien
veces más que células tiene el cuerpo, es decir, unos 100 millones de millones
(¡14 ceros!).
Este inmenso ejército recibe el nombre de “flora intestinal” o
“microbiota”.
Utilizar el término “flora” aplicado al intestino puede chocar,
pero lo cierto es que hace referencia al número de especies de bacterias y
levaduras (200 tipos como mínimo) que ahí cohabitan, como ocurre en los
jardines botánicos. Y cada persona tiene su propia flora intestinal, tan
personal como su huella dactilar.
Cuidar su propio jardín es responsabilidad de cada persona;
resembrarlo con frecuencia, eliminar las malas hierbas, abonarlo…o bien
abandonarlo. En este último caso, lo que era un bonito jardín inglés
rápidamente se convertirá en un horrible y nauseabundo vertedero, refugio de
especies nocivas que pueden provocar enfermedades.
Los
malos olores no son normales
La función principal del colon es fermentar los alimentos que no
se han digerido completamente para extraer los últimos nutrientes y hacer que
pasen a la sangre. Cuando el colon está sano y funciona bien, sólo quedan
residuos inutilizables que se evacuan con regularidad, y que no desprenden mal
olor.
Por el contrario, en presencia de bacterias y levaduras nocivas,
el tránsito se altera produciendo estreñimiento o diarrea y los residuos
alimentarios huelen mal. Además, cuando se tiene una mala digestión, aparte de
ser desagradable en sí mismo, nuestro organismo no puede extraer los nutrientes
de la comida de manera satisfactoria. Si no se hace nada al respecto, se puede
llegar a tener déficit nutricional, o incluso carencias.
La flora nociva produce también gas carbónico, metano e
hidrógeno en abundancia. Y los gérmenes se extenderán hasta provocar bolsas de
gas a lo largo del colon, generándonos la sensación de que vamos a estallar.
Las flatulencias y gases no tienen nada de gracia. Indican una mala digestión y
también que el colon necesita ayuda. Este círculo vicioso se origina por la
falta de bacterias “buenas”, beneficiosas para la salud, que favorezcan la
digestión.
Y llegados a este punto, retomo el caso del hijo de mi amigo que
nació por cesárea.
La
flora intestinal se determina en el nacimiento
La composición de la flora intestinal depende, en primer lugar,
de la manera en la que nacemos.
Cuando nos encontrábamos en el vientre de nuestra madre, nuestro
tubo digestivo era estéril. No tenía microbios.
Las bacterias y levaduras no se instalan en él hasta el momento
del parto: 72 horas después de nacer, nuestro tubo digestivo contiene ya
¡millones y millones de bacterias y levaduras!
¿Pero de dónde proceden todas esas bacterias y levaduras? Aún lo desconoce mucha gente, pero
para los niños que han nacido por parto natural proceden de la flora vaginal de
la madre.
Ahora bien, la flora vaginal
depende en gran medida de la flora intestinal, por lo que las mujeres que en
las últimas semanas de embarazo tengan una adecuada flora intestinal, dejarán a
sus hijos una excelente herencia de especies microbianas para que siembren su
intestino.
Si por el contrario el
intestino de la madre está contaminado por especies oportunistas y patógenas,
por desgracia el bebé también las heredará.
De esta manera queda demostrado que la predisposición a padecer
ciertas enfermedades tiene relación directa con un tipo de microflora que se
transmite de madres a hijos en el nacimiento.
En particular ocurre con los descendientes de
mujeres que sufren asma o dermatitis. Si durante los últimos meses de embarazo
la madre regenera su microflora (veremos cómo), el niño no será portador de una
flora que pueda provocarle eczemas y/o asma.
De esta manera tan
sencilla se puede evitar que el recién nacido sufra una deficiencia que puede
arrastrar de por vida, y que a su vez podría derivar en una bronquitis crónica
que requeriría de asistencia respiratoria, convirtiéndole en una persona
dependiente.
Existe otro caso igualmente preocupante y
es el de los niños que nacen por cesárea.
El bebé que nace por cesárea,
al ser extraído directamente de la placenta (habitáculo estéril), no tiene contacto con la flora de su madre. Recibe
entonces la microflora del entorno, es decir, del hospital, que suele estar poblado de bacterias resistentes a los
antibióticos, en especial la desgraciadamente famosa estafiloco aureus
(Staphylococcus aureus).
Así que es muy
importante que desde el momento mismo del nacimiento, las mamás a las que por fuerza debe practicárseles
una cesárea siembren el tubo digestivo de su bebé con bacterias beneficiosas
para la salud. Antes de hablar de cómo hacerlo, déjeme que puntualice
que incluso una flora intestinal buena en el nacimiento puede llegar a
desequilibrarse.
Cómo
se puede romper el equilibrio de la microflora
Tras el nacimiento, el equilibrio de la microflora intestinal se
encuentra en constante evolución. Se trata de un equilibrio dinámico que puede
romperse por diferentes factores endógenos y exógenos:
factores endógenos (que se originan en el interior del
organismo): puede que tengamos un sistema inmunitario deficiente o una
enfermedad metabólica leve que ocasione una modificación de la flora
intestinal. Si nos hacemos una
herida o pasamos por el quirófano, tenemos una inflamación, estreñimiento
crónico o un tumor en el intestino, la microflora también puede alterarse
gravemente, lo que empeora los síntomas de la enfermedad prolongando la
recuperación.
factores exógenos (que se originan en el exterior): una alimentación desequilibrada, la
contaminación por metales pesados o por pesticidas utilizados en el campo o por
aditivos alimentarios antimicrobianos, infecciones por gérmenes patógenos,
niveles altos de estrés, tratamientos antibióticos, vacunas... Todo ello
favorece la inhibición de las bacterias buenas, dejando espacio para que
se reproduzcan los gérmenes oportunistas y patógenos que son responsables de
enfermedades.
Las consecuencias pueden tener mayor o menor gravedad, e ir
desde simples trastornos digestivos hasta la ruptura total de las defensas del
organismo. En ese caso, se corre el riesgo de que los gérmenes se multipliquen
hasta provocar una infección generalizada (septicemia), y potencialmente la
muerte.
Esto demuestra que una flora intestinal equilibrada es clave a
la hora de estar sanos y hacer frente a las enfermedades. Nuestro objetivo debe ser conservar
la flora en un estado microbiológico perfecto.
Voy
a explicarle cómo:
Cuidar
y mejorar la flora intestinal
Algunas de las bacterias
presentes en la flora intestinal tienen un efecto positivo para la salud y para
la vida en general: por ese motivo, los científicos las han bautizado como
“probióticas” (beneficiosas para la vida).
Estimulan el sistema inmunitario, reducen las
alergias y alivian la inflamación del intestino. También impiden la producción
de toxinas susceptibles de sobrecargar el hígado, mejoran el tránsito
intestinal, disminuyen las flatulencias y previenen los trastornos digestivos
(estreñimiento o diarrea). Para
que realmente merezcan llamarse probióticos, es necesario demostrar sus efectos
científicamente.
Pero existen otras especies oportunistas o patógenas,
susceptibles de originar problemas de salud de todo tipo, entre ellos alergias,
micosis y hasta alguna enfermedad.
Entre las micosis, la candidiasis provocada por la Candida
albicans es alarmante, puesto que la proliferación de este germen en el
organismo provoca una alteración del sistema inmunitario que puede abrir la
puerta a otras enfermedades, como el cáncer.
El reto es el siguiente: tenemos que favorecer la proliferación de bacterias
beneficiosas mediante la implantación de especies favorecedoras de bacterias
saludables y el uso del “abono” adecuado.Y, al mismo tiempo, debemos impedir
que se desarrollen las especies patógenas, origen de enfermedades.
A continuación puede ver qué medidas puede tomar para reforzar
su sistema inmunitario, aumentar su vitalidad y, en definitiva, mejorar su
bienestar.
Reducir el consumo de alimentos en estado
puro
Se deben consumir con moderación
alimentos en estado puro, no procesados, como la carne, el queso, las grasas y
los azúcares simples (o monosacáridos), ya que pueden romper el equilibrio de
la microflora.
Desde los años cincuenta, el consumo de alimentos en estado puro
no ha dejado de crecer, con el consiguiente e incesante desarrollo de lo que
llamamos enfermedades del mundo desarrollado: es decir, enfermedades
cardiovasculares, trastornos digestivos, metabólicos, del sistema nervioso u
osteoarticular, etc.
Sirva como ejemplo el elevado consumo de azúcares simples:
sacarosa, fructosa, maltosa, lactosa, glucosa...
Todos los alimentos azucarados o que se transforman rápidamente
en azúcares simples, incluido el zumo de frutas, favorecen la proliferación de
una flora fúngica que altera el sistema inmunitario, aumentando el riesgo de
diabetes, obesidad, accidentes cardiovasculares y todo tipo de cáncer.
Puede parecer exagerado, pero hoy en día los médicos no tienen
ninguna duda al respecto: un consumo elevado de azúcar produce hiperglucemia y,
consiguientemente, hiperinsulinemia, que provoca la formación del tumor
cancerígeno y acelera el crecimiento de células tumorales.
Los españoles consumen de media 43,8 kilos de azúcar al año, es
decir, unos 120 gramos al día (equivalente a entre 15 y 20 cucharaditas de
postre diarias). La mayor parte de este azúcar se “cuela” a través de productos
elaborados (refrescos y bebidas azucaradas, cereales, derivados lácteos, etc.
que se endulzan con fructosa, el principal edulcorante industrial). Esta cifra
es alarmantemente alta. Debería reducirse como mínimo hasta colocarse por
debajo de los 10 kilos al año. Y también deberíamos reducir el consumo de
carne, grasas saturadas y lácteos.
Así que prioricemos las
frutas, legumbres y cereales integrales, bayas, frutos secos, pescados grasos
ricos en nutrientes como el colágeno, minerales, vitaminas liposolubles y
ácidos grasos omega-3. Podemos tomar algo de carne, lácteos (sobre todo leche
de cabra y oveja) y aceites vegetales (preferiblemente aceite de oliva o nuez),
algo menos de grasas saturadas y muy pocos dulces.
Comer más fibra: es “prebiótica”
La alimentación moderna es demasiado rica en alimentos en estado
puro (carne, queso, grasas y azúcares) y pobre en fibra. A pesar de no ser un nutriente
esencial de nuestro cuerpo, la fibra alimentaria resulta indispensable para
preservar la flora intestinal, que se alimenta de ella transformándola en
ácidos orgánicos que protegen y regeneran la mucosa intestinal.
Algunas fibras alimentarias
son solubles porque tienen poco peso molecular. Se las denomina “prebióticas”
porque su objetivo es estimular el crecimiento de las bacterias “probióticas” o
bacterias “buenas” del ecosistema intestinal.
Como nuestra flora intestinal
se nutre de fibras, no podemos dejar que se eche a perder privándola de las
fibras solubles que podemos encontrar, por ejemplo, en la fruta
de temporada bien madura, en una gran variedad de legumbres (preferiblemente
leguminosas y crucíferas) y en los cereales de siempre,
pobres en gluten (arroz, mijo, avena, espelta…).
Consuma especialmente
legumbres y frutas ecológicas, porque no contienen pesticidas (cancerígenos) ni
conservantes (antibacterianos y antifúngicos que alteran la flora intestinal).
Además, en necesario evitar la ingesta conjunta de hidratos de
carbono y alimentos ácidos (por ejemplo, cereales y cítricos, cereales o
legumbres con vinagre o limón, tomate y pasta o arroz...), ya que los ácidos
neutralizan la acción de las enzimas salivales sobre el almidón de los hidratos
de carbono, con la consiguiente producción de toxinas en el intestino.
Redescubrir
los productos fermentados
Todas las semiconservas fermentadas contienen bacterias del
grupo láctico (Lactococcus, Enterococcus, Leuconostoc, Pediococcus,
Streptococcus, Lactobacillus…).
Nuestros antepasados
comprendieron instintivamente que los productos fermentados se conservaban bien
y que su consumo era beneficioso para la salud.
Desde comienzos del siglo pasado, el mundo de la microbiología ya puso
poco a poco de manifiesto que algunas bacterias desarrolladas espontáneamente
en los productos
con fermentación láctica poseían características “probióticas”, es decir, beneficiosas para la
salud.
El chucrut se viene
consumiendo desde la época de los Romanos, y la col fermentada sigue siendo hoy
un plato importante de la cocina centroeuropea, desde Alsacia hasta Ucrania. En
Polonia, Ucrania y muchos países de Europa del Este se consume borsch, una sopa
de verduras cuyo ingrediente principal es el zumo fermentado de remolacha.
También en los países
asiáticos destaca el consumo de col fermentada, como en el kimshi coreano,
aunque la mayoría de las verduras pueden consumirse de esta manera: zanahorias,
berenjenas, cebollas, pepinos…
En la cocina occidental, las
aceitunas, pepinillos, remolacha, nabos, etc. se conservan mediante
fermentación láctica. No obstante, la industria agroalimentaria tiende cada vez
más a conservar los productos en escabeche o en vinagre, o a esterilizarlos
tras la fermentación, lo que destruye las bacterias.
La cerveza de hoy en día suele pasteurizarse a
pesar de estar fermentada, por lo que contiene muy pocas bacterias y levaduras.
Por el contrario, la leche
fermentada es muy rica en bacterias beneficiosas para la salud con
características “probióticas” de diferentes propiedades en función de la especie y
biotipo bacteriano utilizado.
Es el caso del yogur (fermentado por Streptococcus thermophilus
y Lactobacilus bulgaricus), la leche acidófila (fermentada por Lactobacillus
acidophilus), la leche con bifidus (fermentada por Bifidobacterium bifidum,
longum, breve o lactis), el kéfir (fermentado por varias especies de
Lactococcus, Leuconostoc, Lactobacillus, Sacharomyces, Kluyveromyces, etc.).
Todos estos tipos de leche fermentada son importantes para
la salud,
especialmente si la materia prima procede de cabra, oveja o yegua.
En lo que respecta a los yogures clásicos,
cada vez más y más personas desarrollan una intolerancia a la leche de vaca,
que se manifiesta en inflamaciones como rinitis, sinusitis, artritis, artrosis,
etc.
Comer adecuadamente
Mastique y ensalive bien los
alimentos, sobre todo aquellos ricos en almidón, como los cereales, las frutas,
las verduras y las legumbres.
Masticar adecuadamente garantiza que la primera fase de la
digestión tenga lugar en la boca bajo los efectos de la amilasa de la saliva,
evitando una fermentación intestinal putrefacta que produzca toxinas.
No abuse de los alimentos que
en ocasiones producen reacciones de intolerancia, como pueden ser la leche de
vaca y sus derivados, los cereales modernos ricos en gluten y sus derivados.
Evitar el agua con cloro
Se añade cloro al agua del
grifo antes de que ésta sea distribuida para el consumo precisamente porque
acaba con los gérmenes dañinos que pueda contener.
Es una gran idea y, desde que
se inició esta medida, enfermedades como la disentería o el cólera han
desaparecido en los países desarrollados.
No obstante, el cloro tiene
el mismo efecto en nuestro tubo digestivo: tiende a desinfectarlo, matando
indistintamente a los microorganismos buenos y a los malos.
Hay que evitar el contacto innecesario con sustancias
bactericidas (que matan bacterias) o fungicidas (que matan levaduras y hongos),
incluidos los productos para desinfectar las manos y la piel, porque acaban con
todas las cepas microbianas, sean éstas buenas o malas. Además, la piel y los
órganos sexuales también están cubiertos de una microflora que hace frente a
los gérmenes nocivos, así que más vale cuidarla.
Si se toman todas estas
precauciones, la microflora protectora se reequilibrará ella sola, siempre y
cuando nuestra alimentación y nuestra forma de vida se lo permitan, ya que son
los dos medios más poderosos que tenemos para recobrar la salud.
Para hacer el proceso más
fácil, se pueden tomar también algunos complementos alimenticios.
El problema es que la mayor parte de los “probióticos” a la venta no
funcionan. ¿No será porque se ofrecen en formato de comprimidos, lo que
implica que se ha debido aplicar una fuerte compresión de sus componentes, que
hace subir la temperatura y, por tanto, ha matado las bacterias?
¡A
su salud!
Juan-M
Dupuis
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